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jueves, 31 de octubre de 2024

Parrandas

Más que una expresión festiva, la propuesta deviene magia que dispone de otros mundos y los atraviesa con la sabiduría de quien no teme a lo desconocido...

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 29/12/2021
1 comentarios
Parrandas
Las parrandas conforman el imaginario personal de millones de cubanos. Por esa y otras razones son Patrimonio Nacional y de la Humanidad (Foto: Tomada del perfil institucional de Cultura de Remedios).

El primer recuerdo que poseo es del año 1989, junto a la carroza del barrio San Salvador en Remedios, un inmenso armazón decorado con motivos grecorromanos, figuras de yeso e imponentes columnas. Mis padres me hicieron una fotografía junto a un carro tirado por caballos, como los que usaría el emperador Julio César en sus campañas bélicas. Otra imagen que se deshace en la memoria es la de aquella noche de humos, pólvora y bulla en la cual me llevé a casa como trofeo un farol de papel de esos que se usan en las entradas de las parrandas. No pudiera precisar la edad, solo esos chispazos que conforman un universo propio y que, estoy seguro, cada nacido en estas tierras dispone de otros tantos momentos parecidos. Tuve el privilegio de ser hijo de un diseñador de carrozas y trabajos de plaza, por eso mi infancia transcurría en las naves donde se elaboraban los elementos que luego serían exhibidos. El olor a engrudo, a yeso recién forjado, a madera y aserrín despertaban un misterio, un deseo por desentrañar por qué los adultos se empeñaban cada año en empresas tan gigantes y la vez ingenuas, hermosas, casi infantiles.

Recorrí buena parte de la región central, hasta Zaza del Medio y Guayos, en los hombros de mi padre. Otra de las imágenes más pintorescas es la de los correligionarios del barrio de Los perros recorriendo con sus gorras y sus camisetas alegóricas las calles de uno de esos poblados. La alegría era una salida de carrozas y la tristeza, cuando las cosas no salían como se esperaba y las piezas quedaron en los portales sin que se exhibiesen. Las parrandas marcaban el reloj de mi adolescencia, yendo a las naves de trabajo para ayudar en el decorado o levantando las pesadas estructuras de madera para trasladarlas hasta la plaza en una carreta. Luego, cuando transcurrían las fiestas de los adultos, los muchachos hacíamos unas más modestas en nuestras cuadras, con materiales reciclados y restos de fuegos artificiales que sobraban. El juego no termina nunca, pues mi padre y sus amigos se pasaban el año conspirando, entre diseños de carrozas e ideas para las salidas de los barrios, entre elecciones de directivas y otras intrigas que llenaban la comidilla de aquella ciudad en la cual no había mucho más de qué hablar. Remedios disponía de pocos escenarios de realización y las parrandas eran la esencia y casi la única luz que nos llegaba en los peores tiempos de escasez material.

En el 2000 contaba yo con doce años cuando se hicieron los festejos que cerraron el milenio. Una de las imágenes más fuertes fue cuando, producto de las lluvias intensas, debimos subirnos a las piezas que estaban en la nave de trabajo, las cuales navegaban en medio de las inundaciones. El frío y la carencia de insumos para terminar en tiempo, traspasaron la fecha de realización para el 28 de diciembre (día de los santos inocentes), lo cual le imprimió un sello más pintoresco aún a aquellos sucesos. No solo fue una de las mejores celebraciones, sino que los correligionarios de El Carmen y San Salvador se la pasaron inventándose bromas y engañifas para “hacer quedar mal al contrario”. Dos entierros simbólicos se hicieron en días posteriores, con despedidas de duelo protagonizadas por personajes populares de amplia jocosidad: Majín y Picadillo. Unos le “lloraban” al gallito que fue “buche y plumas nada más” y otros, al gavilán que “se portó como una palomita rabiche”. Los hechos mágicos poseen este aliento que nos provoca viajes en la temporalidad, hacia esas regiones en las que fuimos felices.

En casa se lloraba y se reía a causa de las parrandas, se soñaba, había jolgorio o rezos, abundancia o pobreza. Todo un universo movido por el azar de unos festejos llenos de sentido, de simbologías, de legados ancestrales. Hemos crecido en medio de esa suerte de luminiscencia que impacta las eras colectivas. Somos miembros de una secta universal, esa que se reconoce en los sonidos de una corneta y en los acordes de un tambor. Los barrios más que bandos en pugna integran familias inmensas que validan este o aquel comportamiento, que sostienen una opinión y la llevan a hacerse concreta y palpable. El abordaje de las parrandas debe verse en un punto antropológico y objetivo, más allá de la celebración visible. Hay un mundo que no está tan evidente pero que nos impacta, que define el futuro y que viene desde un pasado eterno.

Mi padre partió en 2016 y desde el 2004 no hacía carrozas, sin embargo no dejó de dibujar sus diseños. El último trabajo de plaza se llamaba Monte de Luz y lo doné al Museo de las Parrandas, donde aparece de forma permanente en una de las vitrinas. La gigantesca estructura es una unión de metáforas entre lo cubano y lo místico. Más que una expresión festiva, la propuesta deviene magia que dispone de otros mundos y los atraviesa con la sabiduría de quien no teme a lo desconocido. El creador es así, va como un viandante entre las avenidas del azar, a la caza de un destello que ilumine las oscuridades de esta vida y que conduzca a la verdad definitoria y fuerte. La existencia de quienes crecen y envejecen en estas tierras se torna por momentos melancólica, hay quien llora cuando escucha las polkas de los barrios, pues le recuerda a un familiar cercano y ya ausente que amaba las parrandas. Es que el dolor también forma parte de la alegría, porque cada opuesto concibe a su contraparte, la cincela y la resguarda.

Quizás el último recuerdo que tenga, ese que me lleve, será de las propias fiestas. Muchos han especulado sobre la ocurrencia de parrandas en el otro mundo, donde los integrantes de los barrios se reúnen y arman sus directivas de lujo con lo mejor de los hijos ilustres de Remedios. No tengo duda de que, de ser posible, tales festejos tendrían lugar. Habrá quien no entienda o se burle de nosotros, pero la naturaleza de los habitantes de la villa corre a raudales y se define mejor en medio de una noche de pólvora y bulla. Un amigo entrañable, el Maestro Fidel Galbán, me recordaba cómo conoció a su esposa en uno de esos jolgorios y que al final terminaron abrazados en uno de los recorridos de triunfo de los dos barrios parranderos. Hay episodios de sobra, en la guerra y el amor, en la muerte y el nacimiento en el tiempo y en la ausencia. Los espíritus sensibles buscan este nicho de creación y prefieren la existencia más sana, junto a la gente más simple.

Treinta y tres años pasaron desde aquella foto mía en el carro de Julio César, junto a la carroza del barrio San Salvador. Pareciera que todo ha cambiado, pero en cierta medida persisten una estática mitológica y una eternidad. Las imágenes, más que patrimoniales, constituyen la sangre y la carne, la concreción y también el desasimiento.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación

Se han publicado 1 comentarios


Adriel BC
 29/12/21 14:33

Me encantó el texto, que me movió a una historia de la parranda desde adentro. Espero un día poder ir y disfrutar de tan tradiciomnal y mágica fiesta. Gracias Mauricio!

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