Hace más de 30 años que los científicos llevan avisando del aumento del impacto de las olas de calor por el cambio climático. La reciente pesadilla veraniega vivida en los últimos días en distintos países europeos ha dejado en España un balance de 1.055 muertes estimadas, decenas de miles de hectáreas calcinadas por incendios forestales, cortes de carreteras y líneas férreas, un descarrilamiento, pérdidas en agricultura… Sin embargo, lo más preocupante no es que este episodio de temperaturas extremas confirme de nuevo las advertencias sobre el calentamiento del planeta, sino que lo que viene es todavía peor, esto es solo el principio, pues las emisiones que causan el cambio climático siguen aumentando en la atmósfera y múltiples señales apuntan a serias dificultades en el camino político de la lucha contra el cambio climático.
El calor se ensaña en una Europa en la que, por la crisis energética desatada tras la operación militar rusa en Ucrania, varios países han decidido recurrir al carbón (el peor combustible para el clima) como elemento de estabilización. Al otro lado del Atlántico, el mes de julio ha propinado graves golpes a los planes verdes de la Administración de Joe Biden, primero en forma de una sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos que ha limitado de forma abrupta la capacidad de acción del Ejecutivo en esa materia, y después con la resistencia a la acción legislativa por parte de un senador demócrata indispensable para asegurar la mayoría. China, otro gran emisor, sigue mostrando señales de apego al carbón. El secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, calificó esta semana como “suicidio colectivo” la falta de acción para evitar que el planeta siga calentándose más.
La dinámica meteorológica que se desarrolla en medio de estas vicisitudes políticas es inequívoca. “Esta es de las cuestiones más sólidas de la ciencia climática: las olas de calor en zonas terrestres y en el mar son consecuencia directa del calentamiento planetario, y por cada aumento suplementario de este calentamiento, se espera que se vuelvan más frecuentes, más intensas y más duraderas”, incide Valérie Masson-Delmotte, copresidenta del grupo I del panel de expertos más importante sobre cambio climático que existe en el mundo, el IPCC, que entre 2021 y 2022 ha presentado su sexta evaluación científica. Está claro que el calor se va a intensificar, la cuestión es cuánto más va a dejar la humanidad que se caliente la Tierra.
Como explica la climatóloga francesa, ya en los primeros informes del IPCC de 1990 se avisaba de un incremento de las olas de calor por el calentamiento del planeta. “Para muchos ha sido más cómodo ignorar estas informaciones, pero cuando le toca sufrirlo a uno mismo es cuando mejor se da cuenta de la urgencia de actuar”, destaca.
Lo cierto es que resulta difícil incluso para muchos científicos que trabajan en clima hacerse una idea de qué significa realmente en nuestras vidas que el planeta se siga calentando uno o varios grados más. Una forma es imaginarse que dentro de 28 años Madrid tenga un clima similar al de Marraquech (Marruecos), Barcelona al de Ciudad del Cabo (Sudáfrica) y Valencia al de Bangalore (India). Se trata solo de una aproximación, pero esto fue lo que calculó un estudio de 2019, publicado en PLOS ONE, que analizó las previsiones climáticas para el año 2050 de las 520 principales ciudades del mundo y buscó a qué urbes actuales se parecería más su clima para entonces, en un escenario optimista en el que se consiguiese que la temperatura del planeta no suba más de dos grados.
Aunque las previsiones científicas del clima del planeta van perdiendo precisión según se acerca el foco a una escala más pequeña de localizaciones concretas, estas analogías entre ciudades sirven para tomar conciencia de que cada población va a tener que adaptarse a una nueva realidad climática más caliente. Como especifica el meteorólogo Juan Jesús González Alemán, de la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet), buena parte de España debe prepararse para una africanización de su clima. “No estamos acostumbrados a dos semanas tan por encima de la climatología habitual como las que ha habido en esta ola de calor, pero esto puede ser lo normal dentro de 30 años”, incide.
Hasta ahora, se estima que la temperatura media del planeta ha aumentado ya 1,1 grados respecto a los niveles preindustriales, como consecuencia de las emisiones generadas por los coches, las instalaciones energéticas, las industrias, las casas, la producción de alimentos… (en general, por el uso de petróleo, gas y carbón). Un aumento de 1,1 grados puede parecer poco, pero la reciente ola de calor en España y otros episodios extremos del último año alrededor del mundo muestran ya lo que significa. Lo más alarmante es que todavía no existe un horizonte a la vista en el que vaya a pararse el aumento de la temperatura global. Y, en el caso concreto del calor, la última evaluación científica del IPCC avisa de que cada 0,5 grados adicionales de calentamiento planetario “provoca aumentos claramente perceptibles en la intensidad y la frecuencia de los extremos cálidos, incluidas las olas de calor y las fuertes precipitaciones”.
A pesar de las advertencias de la ciencia, la dura realidad es que los humanos con sus coches, sus casas, sus industrias… siguen sin reducir unas emisiones que se van acumulando en la atmósfera. De hecho, los científicos tienen ya claro que en los próximos 20 años la temperatura del planeta superará la barrera de 1,5 grados, uno de los dos límites de seguridad marcados por el Acuerdo de París contra el cambio climático. Todavía queda una ventana para volver a bajar este calentamiento, pero con los actuales compromisos de reducción de emisiones de los países —si es que se cumplen—, no se conseguiría bajar la temperatura, sino que se sobrepasaría también el límite de dos grados, lo que empeora todavía más las previsiones.
Según recalca Masson-Delmotte, el futuro del clima va a decidirse justamente en los próximos años. “En el horizonte 2040-2050 podemos haber conseguido una estabilización del calentamiento o haber alcanzado ya los dos grados en torno a 2050, esto depende de la trayectoria de las emisiones de gases de efecto invernadero, en particular, de la próxima década”. Para evitar las peores previsiones, los científicos del IPCC han advertido de que las emisiones mundiales deberían alcanzar su pico en 2025 y caer de forma drástica en los siguientes 30 años, hasta casi desaparecer en la segunda mitad del siglo. Y esto requiere, entre otras medidas, desenganchar a la especie humana de su total dependencia de los combustibles fósiles (petróleo, carbón y gas).
Como subraya González Alemán, no es cierto, como se ha escuchado estos días, que el verano de 2022 vaya a ser el más frío de lo que queda de nuestras vidas, pues el clima es variable. Pero no hay duda de que en los próximos años el planeta va a seguir calentándose y, si no se empiezan a reducir de forma rápida las emisiones, las tendencias irán a mucho peor. “Ahora mismo todo indica que vamos más allá de dos grados”, comenta el meteorólogo. “El problema es que si llegamos a un cierto umbral, empiezan a aparecer una serie de fenómenos ya no lineales y se producen retroalimentaciones más complejas. Si sigue subiendo y subiendo la temperatura, es como comprar cada vez más billetes para que esto se desmadre. Entonces podrían darse fenómenos que no estamos viendo ahora”.
¿Cómo sería el planeta con un aumento todavía mayor de cuatro grados? Según el atlas del clima del IPCC más riguroso disponible, que toma como referencia grandes regiones del mundo en lugar de países o ciudades, una persona nacida en 1970 en la zona del Mediterráneo, cuando llegue a los 70 años (en 2040), experimentará una media de 15 días más al año por encima de los 40 grados. Pero en un escenario pesimista, en el que el planeta se caliente más de cuatro grados, otro individuo que haya nacido en 2010, puede ser su hijo, cuando cumpla la setentena tendrá 25 días más al año por encima de los 40 grados. Y si vive en África, tendrá que enfrentarse a 89 días más a esas temperaturas extremas. Este ejemplo pone en evidencia una gran injusticia territorial y generacional, pues los que se van a llevar la peor parte son personas que van a heredar un problema creado por otros.
Los científicos aseguran que todavía se está a tiempo de cambiar el rumbo del clima. Sin embargo, la crisis energética agudizada por la invasión de Ucrania está volviendo a relegar la respuesta a la emergencia climática, favoreciéndose en la UE incluso una vuelta al carbón (el peor combustible para el clima) para reducir la alta dependencia del gas de Rusia. “Pinta mal, porque lo que se está proponiendo en Europa y otros países como China va en dirección contraria, permitir que se vuelva a quemar carbón es una barbaridad”, asegura José Luis García, responsable de Cambio Climático de Greenpeace España. “La crisis energética y la crisis climática tienen la misma raíz, que son los combustibles fósiles, la única vía para solucionar una y otra es la reducción de su uso hasta dejar de utilizarlos”.
Como ocurre con una bañera en la que el agua se está desbordando, la primera reacción ante la emergencia climática debería ser cerrar el grifo de las emisiones. Pero, al mismo tiempo, el reciente episodio de temperaturas extremas ha puesto de manifiesto la urgencia de adaptarnos para afrontar los impactos que ya no pueden evitarse. El balance provisional de esta última ola de calor por parte del Ministerio para la Transición Ecológica muestra que las altas temperaturas pueden desencadenar un amplio conjunto de efectos negativos, en ámbitos tan diversos como la salud humana, la biodiversidad, los transportes, la agricultura, la energía, el turismo, el ocio... Como se ha comprobado en el Reino Unido, los imprevistos son todavía mayores en los países menos acostumbrados al calor.
Parece claro que esto no se resuelve solo con más aire acondicionado, y en España se requiere replantear muchas cosas, desde el diseño de las ciudades, que son especialmente vulnerables a las temperaturas extremas, a la actividad de muchos trabajos o la propia estrategia del turismo. “No podemos seguir funcionando como sociedad igual que con el clima de antes”, incide García, que recuerda que lo que estamos viviendo es con un calentamiento global de 1,1 grados. “Según aumente la temperatura global, la adaptación requerida será mayor. Pero cuidado, en algunos sitios puede llegar un momento en que ya no haya posibilidad de adaptarse”, enfatiza.
Por otro lado, todo esto está relacionado con el calor extremo, pero la emergencia climática tiene otras caras. Como señala la climatóloga Masson-Delmotte, “hay una atención más fuerte a los efectos agudos del calentamiento, los eventos extremos, pero se presta menos atención a efectos crónicos, como la pérdida de la nieve y los glaciares de alta montaña, que van a reducir la disponibilidad de agua de muchas regiones en las estaciones secas. También es extremadamente importante el aumento gradual del nivel del mar. Ahora mismo todavía no se ven mucho sus efectos, pero está por llegar un aumento de inundaciones crónicas por las mareas altas”.
Según cálculos preliminares de la Aemet, esta larga ola de calor entre el 9 y el 18 de julio sería la más intensa sufrida en España desde que existen registros fiables para todo el país, es decir, desde el año 1975. De confirmarse, este episodio superaría entonces al más extremo registrado hasta ahora, para lo que no hay que remontarse mucho en el tiempo, porque fue el verano pasado.
Mil muertes estimadas
Estimaciones provisionales atribuyen a las altas temperaturas más de 1.000 fallecimientos en España en los 10 días que se ha prolongado esta ola de calor. Este número no corresponde a ningún registro de defunciones, sino a un cálculo estadístico a partir del exceso de muertes realizado por el Instituto de Salud Carlos III de Madrid. Habrá que esperar al menos un mes para conocer la cifra definitiva. Aparte de los efectos más evidentes del calor, como estas muertes o la multiplicación de los incendios forestales, el balance del Ministerio para la Transición Ecológica repasa otros muchos impactos asociados a este episodio de temperaturas extremas, como el descarrilamiento de un tren en San Sebastián el 18 de julio o las cancelaciones de reservas turísticas. En lo que se refiere a la energía, las altas temperaturas aumentaron la demanda eléctrica (por el mayor uso de aparatos de refrigeración) y a la vez redujeron la producción de renovables (en el caso de la solar, los paneles pierden eficiencia con el calor), lo que obligó a aumentar la producción con centrales de gas. Como muestra de los muchos efectos en cascada del calor extremo, esto último provocó a su vez un incremento del precio de la electricidad y de las emisiones de CO₂, es decir, de los mismos gases que calientan el planeta y aumentan las olas de calor.
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