Los franciscanos de La Habana, en fecha tan remota como los años 1500, emprendieron la erección de un amplio edificio, para convento e iglesia.
La fachada, monumental, da a la Calle de los Oficios y en su piedra están esculpidas las imágenes de la Inmaculada Concepción, San Francisco de Asís y Santo Domingo de Guzmán. El templo cuenta con tres espaciosas naves, sostenidas por una docena de columnas, que representan a los doce apóstoles.
Allí encontró sepultura gente encumbrada de los siglos XVII y XVIII: desde gobernadores y obispos hasta una virreina del Perú, y Velasco, el defensor heroico de El Morro ante el ataque británico.
Su torre, de 48 varas, que hoy nos parece minúscula, fue el más alto punto edificado de Cuba.
Y, en una de las ciento once celdas, vivía un sacerdote que penaba de amor.
Él y la torre serán nuestros protagonistas, en la narración de un hecho ocurrido durante los días coloniales.
Desenlace de un amor frustrado
Nadie, en el habanero convento de San Francisco, dudaba de la fe de quien aquí llamaremos “el hermano Joaquín”.
Pero, ¿había sido sólo la vocación religiosa lo que determinó su enclaustramiento, en plena juventud? Algunos, en el convento, hablaban de un amor que había naufragado.
Un día, el prior dio a Joaquín esta lacónica orden: “Toque campanas a muerto”.
Cuando el joven preguntó quién había fallecido, no le respondieron un nombre cualquiera, sino el entrañable de la amada.
Joaquín cumplió la orden hasta que, enloquecido, cayó de la torre para quedar exánime sobre el empedrado. Y dice la poética tradición que las campanas siguieron doblando tras la muerte del franciscano, por sí mismas, como entonando un canto fúnebre por un amor que no pudo ser.
Dalia
20/8/14 11:24
No hay nada como una historia de amor, es triste pero hermosa.
Lucia Rodriguez Valladares desde FB
20/8/14 8:45
Que pena!!!
Graciela Liliana Raffo desde FB
20/8/14 8:44
Muy triste!
Ing. José L. Villalón
18/8/14 11:34
Como siempre muy interesnate la historia que nos cuenta Argelio
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