Digámoslo en síntesis -y no apurados-, el videoclip de marras escandalizó a unos ojos y unos oídos adultos, ante unas miradas y unas escuchas domesticadas sobre lo abyecto y lo obsceno. Por adelantarse y remover las herrumbres de una educación pacata, eurocéntrica y excluyente, que reprime y mutila ciertas expresiones de la naturaleza humana. Con normativas arbitrarias, históricas e intencionadas, que actúan desde edades tempranas sobre el cuerpo y la personalidad, como parte de un sistema más abarcador de control biopolítico de todo el cuerpo social.
Para entender la psicogénesis de estas reacciones adultas hay que retrotraerse a la historia de regulaciones y modelaciones emotivas, basadas en autocoacciones, autocoerciones, automatismos o hábitos que han tenido lugar en la civilización “occidental”; como a las que en menos tiempo tienen lugar en las familias, bajo condicionamientos y domesticaciones equivalentes.
La significación de lo correcto, lo civilizado y lo limpio, como sus connotaciones en “buenas palabras”, no han sido las mismas en todas las épocas, ni en todos en los sitios del planeta. Estuvieron y están en función de las estructuras socioeconómicas, de las diversas tradiciones y exigencias culturales y las prácticas de socialización de estereotipos o esquemas conductuales. La estructura psicológica del individuo, en especial la configuración de su personalidad y sus regulaciones emotivas, se ven afectadas por los esquemas de control corporal impuestos por el sistema social.
Para Elias, se puede definir el proceso civilizatorio como “un proceso a largo plazo de estructuras sociales y de personalidad”. Durante las sociedades medievales, desde los siglos IX-X hasta el XVI, la represión y regulación a que era sometida la vida impulsiva era menor que lo que lo será en épocas posteriores. En el tipo de estructura social donde la división de funciones y la vinculación y relación de dependencia entre individuos era más compleja, como sucedía en las cortes aristocráticas modernas, la posibilidad de dar rienda suelta a los instintos e impulsos fueron mucho menor,
A partir del siglo XIX, con el protagonismo de la burguesía industrial, la conducta se orienta en base al cálculo de la ganancia de poder financiero y se produce una renuncia a los impulsos. La mayor interdependencia entre individuos, fruto de las tensiones internas del entramado social y la red de relaciones establecida, resultará, a su vez, en una transformación de las coacciones externas en autocoacciones. De modo, que el comportamiento socialmente impuesto aparecerá como si fuera deseado por el propio individuo.
Como resultado de estos procesos de racionalización y psicologización, surgen unos miedos al perjuicio que se produciría de no reprimir los instintos y emociones. Miedos interiorizados como el temor a la pérdida de prestigio o a la degradación social. En tal sentido, cuanto mayor es el sentimiento de asco mayor es la prohibición que pesa sobre tal manifestación de las emociones.
En otro plano cronológico, en el espacio familiar, tiene lugar la formación de la personalidad.
Como ha planteado Yurrebaso, “cuando nacemos, niños y niñas, carecemos de un concepto de nosotros mismos y del entorno que nos rodea. Es en la interacción con el medio cuando adquirimos nuestra propia identidad social. Entrando en contacto con diferentes grupos sociales, agentes socializadores con diferente peso, aprendemos a ser sociales desarrollando aquellas conductas que le son propias y que son aceptadas culturalmente”.
El placer anal del lactante le brinda la oportunidad de regocijarse autoeróticamente con la propia corporeidad, como también de ser dueño de su vida corporal. El infante aprende que, mediante el proceso de excreción, puede ejercer cierta influencia sobre otras personas, llamar su atención, molestarlas o hacerlas reír. De modo que tomará el control de sus esfínteres y la deyección devendrá en un arma.
Pero estas tendencias e instintos coprófilos son sometidos a la represión. De modo que el universo escatológico causará en el niño repugnancia y vergüenza, por lo que tenderá a ocultarlo. Con la educación esfinteriana, se produce, por una parte, la represión del placer anal y, por otra, el aprendizaje de la aversión. Un mayor control de las emociones y un distanciamiento de las tendencias coprófilas infantiles. El “eso es caca”, como prohibición que verbalizan los padres, implica, por una parte, la renuncia a las pulsiones y, por otra, la exigencia de la limpieza, que se resumen en el aprendizaje del asco.
Todo lo que tenga que ver con lo anal será desvalorizada. El niño, concluye Freud, ha de renunciar al placer indecente y secreto en nombre de la dignidad social.
La misma represión del erotismo anal afecta también a la propia enunciación de las palabras que designan elementos referidos a la sexualidad y la excreción. Son las “malas palabras”, investidas de una censura moral por los mayores.
La censura es tal, contra cualquier manifestación fisiológica o de obscenidad, que los adultos borran sus propias vivencias, cuánto le atraían y divertían el folclore obsceno de su tiempo.
Olvidan que dentro de la etapa preoperacional, aproximadamente de 2 a 7 años, en la que según Piaget el pensamiento es egocéntrico, mágico y simbólico, el niño juega con estos conceptos tabú o prohibidos, como una manera de afirmar su autonomía y experimentar con la socialización y las normas. En esta fase, el lenguaje refleja la exploración del niño sobre su realidad y su cuerpo, pero además funciona como un poder mágico que transforma, en su imaginación, a la realidad misma, a sus sensaciones y compulsiones. “Malas palabras” como culo y caca juegan un rol importante para su desarrollo cognitivo.
Sigmund Freud, le puso el nombre de ‘Fase anal’ a esta etapa entre los dos y los cinco años, en su elaboración de la teoría del desarrollo psicosexual. Una etapa en la que el humor escatológico es el rey, como se concluye en una investigación sobre “Humor como campo de prueba para la comprensión de las referencias por parte de los niños”, de la psicóloga Meredith Gattis.
Así nos sorprenden, con “¡Mira mami, parece un vela!” o “¡Esta caca tiene forma de elefante!”.
Como algunos estudios y enfoques pedagógicos señalan, los niños usan y comprenden el lenguaje escatológico como parte natural de su desarrollo y exploración del mundo, usando el humor escatológico, la burla y el re-juego con estas “malas palabras”.
Se ha de entender entonces que la literatura como la cancionista infantil pueden reflejar estas tendencias coprófilas de los más pequeños, como el descubrimiento de sus propios cuerpos y el desarrollo del sentido del humor. Convertirse en estímulos que faciliten tanto el control de sus esfínteres, como la imaginación y la simbolización de su mundo. A la vez que contribuyan, dentro de un contexto lúdico y gracioso, a integrar sus vivencias con el aprendizaje.
Es lo que en definitiva intentó Alexis Díaz Pimienta con su poema y Enid Rosales Villazon con su musicalización. Y el realizador del video Niels del Rosario. Se trata de seguir siendo niños y volver a las esencias, a lo biológico y cotidiano, a lo natural.
Como hicieron en “Alexa Lactante”, otro tema de Todo Gira. Una “canción que habla sin prejuicios de la teta y su función natural desde todos los tiempos”. Un tema que como considera Rubén Darío Salazar no es una canción atrevida, “sino una canción que hace justicia a ese acto esencial de nuestras madres como lo es alimentar al bebé”.
“Lo ideal sería que, en el antaño glorioso campo del audiovisual cubano para las primeras edades (y en nuestra literatura) hubiera espacio para todos los temas posibles (cuando se trata de las infancias, no hay tema menor); que fuesen muchos más los autores que viésemos nuestro trabajo convertido en imágenes en movimiento, y que nuestras muchas veces limitadas percepciones de la niñez se abriesen aun más a temas "complicados" pero cruciales para los públicos en las primeras edades. Siempre, desde el entretenimiento, la enseñanza y la calidad estética, lo cual no depende del asunto per se, si no del talento, el ingenio y el oficio de los escritores”, afirmó a propósito el crítico y escritor Maikel Rodríguez Calviño.
¡La última palabra que la den nuestros niños!
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