Pasarán cuatro años para que volvamos a estar así de cerca de un 30 de febrero. He imaginado tanto cómo sería, que incluso lo he saboreado y hasta olvidé que resulta –triste pero cierto– prácticamente imposible. Muy a pesar de lo que nos han metido en la cabeza… hoy, en lugar del primer día de un mes, debería ser el último del que recién culmina.
Saldría en todos los periódicos, en las infocintas de los programas televisivos, en los titulares de los noticiarios y hasta en el “Hilo Directo” del diario Granma. En mediodía en TV, Marino Luzardo disertaría sobre los lugares para celebrar la fecha y algún programa de bajo presupuesto enviaría estudiantes de Periodismo a la esquina del Coppelia, a preguntar a la gente cosas tontas como: “¿Qué piensa hacer en el primer 30 de febrero de su vida?”
En Twitter, aparecerían videos cursis y sensacionalistas de los presidentes más conservadores de América Latina o sencillamente colgarían una foto junto a un perro extravagante y niños de pelo lacio, encabezada con frases breves como: “No hay mejor manera de pasar el primer 30 de febrero del siglo XXI que en familia. Lo mejor para nuestros ciudadanos.” De más decir que hasta el perro estaría sonriendo.
Facebook se colmaría con millones de memes sobre el asunto, empleando imágenes de tipos despistados con un subtítulo que anuncie: “Transcurre el día más especial del milenio y tú haces cosas extraordinarias como preguntarle a tu mamá dónde está la toalla”. Whatsapp se alimentaría de nuevos stikers conmemorativos y Messenger devendría hervidero de cadenas spam, al estilo de:
“Hoy, 30 de febrero, es un buen día para descubrir a quienes en realidad te quieren, esos que dedican dos minutos con 19 segundos de su tiempo para leer lo que escribes, aunque sea largo y sin foto. Envía este mensaje cargado de esperanza a todos tus amigos para demostrarles cuánto te importan, especialmente en estos tiempos en que todo pasa por nosotros sin que nosotros pasemos por nada…”
La fecha también serviría para ratificar al segundo mes del año como el del amor. Claro, los amantes más audaces desarrollarían una especie de San Valentín suplementario y regalarían unicornios violetas de peluche, acompañados con una nota que insistiese en que “Lo nuestro es más extraño y surrealista que un 30 de febrero”.
Asimismo, podría causar rupturas definitivas en esas parejas donde uno de los dos padezca de imperdonable descuido y el otro espere, en vano, su unicornio de felpa con pestañas largas.
En YouTube o en el paquete de la semana, saldrían con aire cartomántico astrólogos improvisados a relacionar la anomalía del almanaque con el polígono pluscuanperfecto que formasen, en dicho instante, los planetas del sistema solar vecino. “¿Coincidencia? No lo creo. ¡Géminis, Acuario, Escorpión! Aprovechen ahora que tienen todas las de ganar”, advertirían en tono mexicanizado.
Algunos, más inconformes y aferrados a la vieja usanza, emitirían charlas de larga duración, mandarían a imprimir pegatinas, distribuirían propaganda ligera y saturarían el entorno urbano con enormes carteles que certificasen: “Yo estoy a favor del febrero original”.
Acabemos de asumirlo y pongámosle el pecho al asunto: el período de marras ha sido marginado hasta en la ancestral distribución de los días. Con tantos meses del año que tienen 31 ¿qué más daría regalarle aunque sea dos al pobre febrero? Él, incluso, estaría dispuesto a hacer rotativa la sede del bisiesto.
Pero los poderosos tienen sus manías y, ni muertos, dejarían que a ese plebeyo segundón le creciera un pelo de nobleza. “Es pobre por vago”, se empeñarían en teorizar. “Si quiere tener treinta días… que los luche”.
Al parecer, para este cuatrienio resulta tarde y somos pocos los sensibilizados con la causa. Sin embargo, si colocamos el tema en la agenda mediática, si logramos germinar consciencia de que un febrero mejor es posible, tal vez en el 2024 la cuestión se concrete y ocurra todo lo que hemos predicho.
Quizás no… y la cosa se antoje más compleja de lo que proyectamos. Estoy seguro de que los círculos de poder criminalizarán cada uno nuestros actos y los grandes monopolios de la información tergiversarán nuestras intensiones. Dirán por todas partes que pretendemos arrancarles a enero, a marzo, a mayo, a julio, a agosto, a octubre y a diciembre, los días que con tanto esfuerzo se han ido ganado desde los tiempos de Gregorio, e incluso más atrás, cuando Julio César.
Pero no nos importará… continuaremos como sempiternos febreristas inadaptados y, cada primero de marzo, brindaremos con ron de contrabando sobre los restos de nuestra utopía en quiebra.
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