Llevo días haciendo mapas mentales. Repaso entre mis grupos de amigos y familiares, chateo, llamo por teléfono. A veces pregunto y averiguo a través de terceros y de cuartos. Quien vive en Cuba tiene un trozo de alma en cualquier parte del mundo, e incluso, en cualquier consultorio del mundo.
Estudiar medicina, para una generación bastante amplia en este pedazo de tierra constituye un motivo de orgullo para la familia. Los días que corren no demuestran lo contrario. Por ahí anda un primo, un vecino, un hermano, unas amigas, alguien que te inyectó alguna vez en un consultorio o que te echó una gotica en el oído, hasta quien te dio una receta para que compraras dipirona. A veces te enteras cuando ves las noticias, y te abrazas frente al televisor con orgullo y preocupación.
Desde que tengo uso de razón, los médicos que he conocido han estado en muchos lugares del mapa. Me he preguntado en ocasiones si sus hijos jugarán a adivinar dónde será la próxima parada, si se aprenden los nombres de las capitales de esos países y los datos principales de esas geografías.
Si a mí me pidieran listar las profesiones más osadas que conozco, pondría medicina de primera. Si tuviera que describirla, pondría abandonar la piel que te cubrió hasta ese entonces y vestirte de bata blanca para siempre, en tu país o en el que lo necesite. Al menos los médicos cubanos eso lo saben “de cuna”.
Proteger sectores pobres de la población, mejorar indicadores de salud y terminar con éxito campañas de vacunación, promoción y prevención de enfermedades en diversas regiones. Ahí van ellos, sin importar de qué color es su paciente ni de qué bando político está. Salvar vidas, como palabras de orden.
La primera ayuda médica cubana se realizó en 1960. En aquel año Chile había sufrido un terremoto y allá fueron los nuestros a atender a los damnificados. Aunque dos años después comenzara, oficialmente, la iniciativa de colaboración médica internacional. La decisión la dio a conocer el Comandante en Jefe Fidel Castro, en el acto inaugural de la Facultad de Ciencia Básicas y Preclínicas “Victoria de Girón”.
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Desde entonces ha sido común que un ejército de batas blancas cubanas vaya por el mundo repartiendo esperanza, incluso, en tiempos de coronavirus. Por eso llevo días haciendo mapas mentales. Como si mi cerebro funcionara a modo de geolocalizador y pudiera tenerlos a todos a salvo con levantar un chat o hacer sonar sus teléfonos dos veces por semana.
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Hace unos días leía la historia de Celeste y Melisa, dos jóvenes epidemiólogas que trabajan en el laboratorio del IPK. Su misión allí es analizar las muestras que se toman cada día a los pacientes ingresados como posibles contagiados. Las fotos eran un antes, con el traje de protección en la que apenas se les distinguía y un después, con la cara al descubierto. Lucían cansadas, con una marca pronunciada alrededor de los ojos por las gafas, pero sonreían, y sus sonrisas eran luz.
A veces me pregunto si ellas también han sentido ganas de llorar, si también han sentido el pecho apretado a la hora de los partes de actualización y si logran conciliar el sueño rápido. A veces pienso en los que duermen en un hospital de campaña ahora mismo. Si sienten calor con ese traje, si les duelen los pies o la columna por las horas que pasan de pie, si les dio tiempo a adaptarse al cambio de horario antes de poner el primer termómetro.
Pienso en todo eso que cabe debajo de una piel cubierta por una bata blanca y que se levanta cada día para intentar poner fin a una epidemia que nos ha virado el mundo patas arriba.
Yilen Joa Mora
7/4/20 8:46
Todo reconocimiento es poco a nuestro consagrado ejército de Batas Blancas
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