LA HABANA – FEBRERO 2020
Aquello fue como una película de artes marciales en la que el protagonista –o sea… un servidor– tenía que vérselas solo ante diez tipos pesados y agresivos. Diez personajuchos de mejilla cortada y mirada de desprecio de los que te retan y gritan: “Aquí estoy… esperando para ver qué haces”.
A los seis sacos de polvo de piedra y a los cuatro de cemento había que vencerlos de uno a uno y estaban “amenazantes” en el mismo paso de escaleras de la planta baja con cuatro pisos de ventaja y la fuerza de gravedad, por si fuese pocos, tirando para ellos.
El temblor de mis piernas al afincar en los escalones, más que de la insoportable masa, provenía del miedo al fracaso y de la decepción que me generaba la actitud indiferente del vecindario ante un hecho que mi hermana, segundos antes, había calificado como “animalada”. Ya les digo… era yo –flacucho, bitongo y mal comido– contra diez pesos completos.
Ella me aconsejó pedir ayuda y quizás por timidez, vergüenza o cierta premonición –un tufo– me negué y solo le pedí ayudase a arrastrar los jolongos hasta el cuarto escalón para, luego de sentarme en el tercero, afincarlo a mi espalda y emprender un escalar constante hasta el cuarto nivel.
Los minutos me dieron la razón… El del primer piso abrió una rendija de su puerta y, cual jicotea curiosa que descubre el peligro, sacó y metió su cabeza al carapacho en lo que en televisión llamarían una cámara rápida. Instantes después, salió apresurado sin mirar a los lados y se perdió en la calle.
El del segundo piso abandonó su apartamento para fumarse un cigarro. Al ver los sacos y el polvo y a mí (la bronca), ni siquiera respondió los buenos días de mi hermana, “hizo una media” en la acera y regresó cabizbajo y réptil al calor del escondite.
Aquel dicharachero de la planta tres, quien desde la mudanza nos saluda eufórico y grita: “Aquí me tienen para lo que necesiten a la hora que les haga falta”, pasó con la sonrisa pícara y soltó: “Verdad que eso pesa. Ahora cuando arregle mi meseta tendré que buscar a par de gente que me ayuden porque yo solo no puedo con tanto. Yo te digo a ti… no es fácil”, concluyó y, con la barriga apretada por el pulóver de chulampín, salió a ejercer su habitual ejercicio del invento.
Al rato pasaron los albañiles, muy entusiastas, hay que reconocer. Me dijeron de todo: “¡Ah, este chamaco es un caballo!” “¡Oye, pero tú eres vanguardia nacional!” “Esta es la edad para eso. Nosotros si lo hacemos nos quedamos ahí mismo”. Nada. Parece que, para algunas personas, a los cuarenta años el cuerpo deja de responder.
La buena noticia resulta que al final de la bronca –imagínense, después de tantas películas chinas, japonesas, norteamericanas, rusas y fundamentalmente de la filmografía nacional– no hubo un condena´o saco que pudiera conmigo.
***
MATANZAS – 10 AÑOS ATRÁS
En aquel barrio de las márgenes matanceras, la gente era chismosa al punto de rozar lo detectivesco y arrastraban, además, otros defectos grandilocuentes que, para no abusar de la memoria y ser fiel a la verdad, mejor no menciono. Sin embargo, entre los vecinos afloraba, por lo menos, la solidaridad.
Si un camión volteaba cinco metros de arena en el medio de la calle a las seis pasado meridiano, salía Albertico, el fricky; Pavel, el ingeniero; Rolandito, el electricista; Ismael, el agricultor de mariposas y hasta Pedro Pablo, el pescador. Pala a pala, carretilla a carretilla, desde la espontaneidad, el material penetraba la casa en construcción y ocupaba sitio.
De romperse un carro, fuese Polsky o Mercedes, todos nos disponíamos a empujar, aunque la empresa durara largos minutos y nos condujera cientos de metros hacia alguna parte, de la cual regresábamos caminando o a trote.
En cierta ocasión, el Jawa de Alexander quedó sin aire en la goma de adelante y Yuni, el utiliti de la cuadra, lo pegó a su Chevrolet destartalado. Sacó una pequeña manguera y en cada extremo introdujo una diminuta piedra del mismo contén y con ella conectó el neumático de su almendrón con el de la motocicleta. Y así, desinflando su vehículo, logró que Alexander resolviera su apuro.
Tal vez el mayor ejemplo de solidaridad vecinal aconteció una tarde en la que a alguien de un segundo piso se le ocurrió comprar un piano. Aquel trasto viejo de carcaza de madera y corazón de bronce pesaba más de una tonelada y el nuevo dueño, al deducir imposible la subida del armatoste por su escalera estrecha, salió en busca de una grúa.
Cuando regresó victorioso con la Kato, descubrió la inutilidad de su gestión. Apenas había salido, el lugar se llenó de “matemáticos” y forzudos que, de mano en mano, hicieron volar el piano por encima del muro, levitar sobre la senda marcada por las barandas de la escalera y tocar tierra en el portal para arrastrarse hasta la sala. Ismael se acercó al comprador y le susurró: “Dóctor, yo usted más nunca saco esa cosa de aquí.
***
El profe Barroso, un sociólogo viejo con el que nos quedábamos a hablar después de las clases de Teoría Sociopolítica, desarrollaba entre muchas de sus reflexiones la de la sensibilidad –“escuchen como el presidente repite la palabra”, decía– y la solidaridad de los cubanos de hoy.
Daba dos palmadas ruidosas con sus manotas inmensas, abría sobremanera los ojos e incitaba: “¡Despierten, periodistas!”. Luego ejemplificaba cómo en su barrio de la niñez el concepto de vecino podía resultan incluso más fuerte que el de familia y… ahora, según su experiencia personal, todos cierran la puerta y que se acabe el mundo de la acera para allá.
Conjugando las palabras del humilde anciano con mis recientes experiencias, surgen varias interrogantes: ¿Serán percepciones equívocas o triste realidad? ¿Estaremos hablando de una situación generalizada en el país o de la lamentable y solitaria suerte mía de aterrizar en un barrio con vecinos enajenados o insensibles? ¿Presenciaremos la muerte de esa porción de la cubanía que logra que magistrados y bodegueros dejen de lado “títulos nobiliarios” para “tirar –como se dice en buen acere– un salve”?
Mientras observo con pavor el escenario, me aferro al optimismo y a aquello que el Apóstol escribiera en el prólogo del Ismaelillo:
“Hijo: Espantado de todo, me refugio en ti.
Tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti. […]”
ele
10/2/20 12:16
Una apreciación muy cierta y que suscribo. La "solidaridad" latente del cubano existe, se manifiesta, pero debe cultivarse, porque peligra su presencia futura. Las ideas del "tengo" no pueden prevalecer por encima de las ·"debo", lo cual no solo se aprende en la familia, en la escuela o en la familia, se aprende en el barrio. Es una conducta imitativa, en la que cada cual debe "dar sin esperar recibir". Sostener este accionar en el tiempo y con todos, asegurará después "recibir sin esperar".
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