Ahora que puedo andar despeinado y melenudo por la vida porque, en primer lugar, aprendí a quererme así y, en segundo, no hay mucha gente que me vea por esto del confinamiento, viene mi padre y me regala un pomo de gel. Desde que recuerdo he estado obsesionado con los potes de marras y este presente, por supuesto, ha despertado lo más “crudo” de mi memoria afectiva.
Dos años atrás. Paradero de Playa. La Habana. Cuba
Yo iba caminando por allí con la mirada perdida, el piloto automático encendido y el día –lo que quedaba de él– calculado. Dispuesto a no dejarme sorprender por nada, creyendo saber todos los dilemas que levitan en esos espacios convulsos donde las paradas de guaguas son como antenas Wi-fi de la divertida, diversa y desesperante concentración pública; molotera de gente, nada nuevo.
De pronto lo vi. Cilíndrico, transparente, de tapa naranja y contenido espeso; “una sustancia coloidal interesante”, clasificarían los químicos de la beca universitaria; “un milagro”, especificaría cualquiera.
“¡Eso es gel!” El pecho redobla, los ojos se escapan, la piel se eriza y uno lo menos que puede hacer es atender al llamado fisiológico y entrar, siempre a paso ligero.
“¿A cuánto es?”, pregunté, con claros rasgos de emoción en el rostro a una mujerona de oscuras pieles que se había precipitado hacia mí, de un brinco, cuando me vio traspasar la rústica puerta de malla oxidada, y que, con tono dulce, estridente timbre y mercantiles aspiraciones, dejó caer un: “¿Qué te gusta, mi cielo?”
“El paquetico de felpas es a 25, la pinturita de uña... –no escuché– los portaminas a peso –de los de verdad, seguro– y las gomas de borrar a cinco”, ametralló.
– Señora, señora... no me lo tome a mal, pero… lo mío no son esas cosas. El gel. Por el gel es que le pregunto.
– Ah, ¿el moco tú quieres? Son diez –no hay que especificar de cuáles.
Entonces pensé que se había vuelto loca. Al gorila acatarrado ese yo ni lo miro; por su precio, supongo que el virus que lo infectó fue resultado de una inversión imperialista de punta; a mí no me gusta tener el pelo tan duro, la verdad.
– No, no, el otro, por favor –supliqué tocando con el índice izquierdo la marca desconocida del pomito y recé al dios de lo barato con el rosario para emergencias que cualquier buen ateo siempre guarda y se inventa.
– Bueno, no es de mucha calidad y por eso lo ponemos más barato –comencé a darle licencia a mi sonrisa–. 100 pesitos y ya.
Pensé en mi billetera recientemente recargada con no más del doble del costo de la oferta; en el cosquilleo del estómago que, aún luego de degustar el manjar de la beca, aparecía cada noche; en los días que restaban para llegar a casa; en que, de alguna forma y con algún dinero, tenía que llegar a casa.
Sufrí entonces un proceso evolutivo radical: de imberbe emocionado y fanático a tipo frío y calculador; maestro de la pragmática. Consciente de mi nuevo personaje y metiéndome en el canal –como dicen los habaneros– reparé, por primera vez durante la tarde, en que me había rapado hacía unos días.
También caí en otra cuenta: Elpidio no mató a Resoples con su revólver y cogió botella sobre su espalda por un buen tramo. A mí me quedaba por atravesar media ciudad, eran las seis de la tarde, el transporte poseía matiz de incertidumbre y, al igual que el pillo manigüero, hacía rato no tenía ni una bala.
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