Conocí a una muchacha portadora del VIH. Con 33 años, su reloj determina cada paso y acción suya, porque los horarios no pueden quebrantarse ya. “Tengo que cuidarme mucho, respetar mi dieta y no pasarme de hora sin tomar mis medicamentos, pero lo que más me ha costado es percatarme de que muchas amistades se me han perdido en el mapa, no sé dónde están”.
Hablé con ella hace unos días y lamenté que el valor de la amistad no hubiera “pasado” la prueba de su vida, justo ahora cuando más lo necesita. No obstante, no deja de sonreír porque cree que por alguna razón aún está viva y debe mantenerse así.
Cargo el peso de una infidelidad como si fuera una cruz gigante de hierro, pero todavía sueño con subir el Pico Turquino y bailar toda la noche con un desconocido, me dice. “Aún soy mujer, tengo deseos por cumplir y piropos que inspirar en la calle. No puedo dejar que algunos pocos cambien eso cuando conocen de mi realidad”.
La admiro porque, entre otras cosas, enfrentará cualquier situación “incómoda” con serenidad inigualable. Nos quedamos un rato conversando, galletas dulces mediante, y me inundaba el pensamiento de que debe ser muy difícil asumir hechos que nos trastocan el cómo, el cuándo y el por qué. Supongo que más difícil sea mirarse en el espejo y lidiar cada día con las miradas oscuras, los saludos distantes, los murmullos hirientes…y con la gente querida que tal vez no comprenda.
¿Y tu trabajo?, le pregunto. Allí no pasa nada, todo está bien, asegura. “Existen muchas resoluciones que nos amparan. Vivir con VIH no es un impedimento para trabajar, no puede ser esa una pregunta que te hagan cuando vas a optar por una plaza ni puede ser la causa de estigmatizaciones o limitaciones. Sigo haciendo mi trabajo como siempre y me siento bien”.
Es una valiente, pienso, por su entereza en aceptarse. Es la misma entereza que deben tener las millones de personas infectadas con el virus en el mundo, que hoy deben superar la cifra de 35,3 millones registradas en el 2012. La entereza que no puede faltarles a quienes, a pesar de las campañas de prevención, se contagian y luego no reciben el tratamiento adecuado, situación que se vive en muchos países.
Hay que proteger a los adolescentes, me dice. “Muchas veces no saben lo que hacen, o se creen que sí saben y luego ya es tarde”.
Según la Organización Mundial de la Salud, una séptima parte de las nuevas infecciones por VIH en todo el mundo se producen durante la adolescencia y, a menudo, las personas afectadas no conocen su problema.
Así me lo confirmó uno que apenas tiene 19 años, amigo de mi amiga y visitante oportuno de su casa esa tarde.
“Metí la pata un día y aprendo a manejar mi condición. Me enamoré hace poco y a quien le llegó la flecha de Cupido le llegó después mi verdad. Se alejó de mí unos días pero después volvió, porque su corazón me quería demasiado y estaba dispuesto a aprender conmigo lo que hiciera falta”.
Hoy, en el primer día del último mes del año, celebramos el Día Mundial en respuesta al VIH/Sida, yo aspiro a conocer a muchos más que sin descuidar su estado de salud, aprenden a congeniar la dureza de la enfermedad con la que propone el día a día. Sin dudas, se necesita más que pastillas, sueros y cuidados médicos: un corazón rebosante de vida, capaz de sobreponerse a todo.
“Se aprende”, me dice ella. “Sí, pero siempre alguien puede ayudar, los amigos, la familia”, me dice él. Pero ante todo, creo que una cultura de la prevención y a su vez, de la tolerancia, serviría para combinar, en cualquiera de los casos, la aceptación, el apoyo, el cariño.
Yunitón
5/12/13 11:46
Muy sensible artículo... es muy importante que ganemos en comprensión al respecto de las personas con VIH... parece mentira que tanto se haya hablado en los medio al respecto... pero la gente teme, y como teme, comete errores... la protagonista de esta crónica merece aplausos por su optimismo y madurez...
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