Todavía carezco de pruebas… pero estoy casi seguro de que la jefa de información quiere matarme. Lo sé por sus respuestas en Whatsapp: desafiantes, escuetas, contundentes, en ocasiones monosilábicas y atadas por la cordura de toda una profesional. No existen amenazas explícitas sino indicios subjetivos; elementos que la policía solo toma en cuenta luego de concretado el siniestro.
Asumo toda la culpa. Cada vez que pide escribir sobre algo en específico mi cerebro se nubla y permanezco días ante el Word en blanco. Mi pluma, en su cobardía, se estanca y asume el disfraz de lo irreverente ante el trabajo por encargo y, al amparo ruin del tembleque, consume las madrugadas hasta que asoman las siete de la mañana del domingo. Entonces, me aventuro al Whatsapp para decirle: “Gise… qué pena, tengo la cabeza mala”.
Aunque en su respuesta siempre impera la cordialidad, en ella adivino la rabia oculta, la palabrota, sus proyectos de tortura para el momento previo a la consumación de un acto que, de tan horrendo, mejor sería no volverlo a mentar. Y es que, por alevosas, las furias de una o un periodista bien podrían asomar como categoría analítica de un estudio de doctorado.
La poca pero valiosa experiencia me ha hecho entender que un reportero “encabronado” resulta una cuestión de “mírame y no me toques”. Por ahí andan algunos que se fajan por cualquier cosa. Se despeinan y en ocasiones no de forma literal sino literaria, acudiendo al chanchullo de las plataformas digitales, donde cuelgan enormes parrafazos adornados con adjetivos rimbombantes y hasta tecnicismos de las disímiles teorías comunicativas.
Las primeras ripostas se antojan igual de extensas y, poco a poco, con los insultos, se van recortando y haciendo más agudas, como aplicando aquella máxima de la física que anuncia mayor presión para una menor área de apoyo.
Brotan lágrimas y orgullos rotos; elementos indispensables para merecer mención en los pasillos de cualquier parte, donde todos nos hacemos los suecos y terminamos por tachar al asunto de “polémica”. Esta, por supuesto, resulta la más “feliz” de las encrucijadas.
Pero hay encontronazos periodísticos que trascienden de las redes sociales al cara a cara y en los que asombra la velocidad con la que un calzado de elegancia reporteril se transforma en chancleta, para luego teletransportarse del calcañal a la mano. Y qué decir de los rostros angelicalmente telegénicos que, en un tres por dos, se convierten en la careta humeante de un primo segundo de Belcebú bajo amenaza de coronavirus.
Háganme caso… es tremendo: las broncas entre periodistas, aunque ocurran a micrófono apagado y puertas cerradas, siempre se terminan por filtrar para, además de histéricas, alcanzar la categoría de históricas. Las hay de hombre a hombre, de mujer a mujer y las mejores de todas: unisex o mixtas. Tienen algo en común: todos salen vivos. Magullados, es verdad; pero vivos. No critico el fenómeno, quede claro… simplemente lo reseño.
Sin embargo, mi jefa de información no cae en nada de eso. Se limita a un “Tranquilo. No pasa nada” y en el peor de los casos a un “Hummm” –con triple eme– que cala vértebras y costillas. El sigilo, la parsimonia, el control… son armas de personas contundentes, de las que acumulan la energía para una solitaria estocada mortal.
Y si se tratase de una doctora, una arquitecta o incluso una sepulturera… quizás me calmaría a mí mismo pensando que me las va dejando pasar. Pero no, la tipa es periodista y algo grande está tramando. Por eso, al menos durante el mes que corre, voy a andar fino y a escribir en tiempo, para ver si la ablando, se olvida de todo y me perdona.
Gise
16/3/20 9:32
Mario!!!!!! Lo único que siempre está presto a perdonar un periodista es la buena prosa…
Siendo así, estás perdonado!!!
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