Porque no la dejo dormir con zapatos, porque quiere comerse el dulce que sale en el televisor, porque no puede meterse en el camión rojo para ir a pasear (y la cabina del camión rojo mide unos escasos tres centímetros), porque no le doy el «tamtún» (vaya usted a saber qué es eso), porque le quité las medias que me pidió le quitara…
Por todas esas cosas llora mi hija con todas las fuerzas de sus dos años y medio. Pasa de la risa al llanto, y viceversa, a velocidad pasmosa. Demasiado rápido para mi ritmo de mamá en la treintena, que es además periodista, jefa, ama de casa… y me abruma, pero entonces recuerdo todo lo que he leído sobre crianza respetuosa, hago ejercicio de autocontrol, y respiro.
Basta ponerme a su altura, mirarla a los ojos, abrazarla, ofrecerle alternativas, y ser firme, para que se calmen las tormentas, las suyas y las mías; y reciba yo una prueba más de que vivir con una niña o un niño (en mi caso con ambos) es crecer a la par.
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Criar supone también, y sobre todo, ensancharse espiritualmente. Desde que soy madre pienso mucho en mi infancia, en cómo me sentía y veía las cosas siendo niña, lo que esperaba de mis padres; y así aguzo mi sensibilidad y mi capacidad de ejercer la empatía, releo los primeros libros que me tropecé en la vida, rescato canciones infantiles, y veo con la misma emoción que mis dos hijos programas como Corazón feliz.
A ambos les debo esa búsqueda hacia mi interior, que no pretende más que convertirme en la mejor madre que pueda ser para ellos, entenderlos y acompañarlos; y de paso hace surgir una versión superior de mí.
Ese contacto con la inocencia infantil es lo que nos transforma, si estamos dispuestos a escuchar lo que la visión no contaminada del ser tiene para decirle a nuestra adultez, que a fuerza de responsabilidades y retos se nos vuelve a veces árida:
No vayas tan rápido, que el mañana es incierto e igual llegará; fascínate con lo hermoso que tienes ante tus ojos: mamá gallina con sus pollitos, una flor morada, la lluvia salpicando el balcón, las ilustraciones de un libro; baila con la desfachatez de quien no es observado y canta con la pasión de a quien no le importan las notas; despégate del teléfono, sal de internet, y recuerda que toda la fortuna puede ser un beso, un abrazo, una cosquilla, en el aquí y el ahora.
Aprovechemos este día para celebrar con ellos y hacerles saber cuánto los queremos. (Tomada de Cubasí)
Proteger las infancias pasa, ineludiblemente, por mirarlas y aprender de ellas; por entender que las niñas y los niños no son nuestras posesiones, sino seres humanos en proceso de crecimiento, cuya autonomía debe respetarse en función de los aprendizajes sucesivos que adquieran; pasa por amarles.
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Y depende, por supuesto, de la política, de construir un mundo mejor, donde sean prioridad, donde se les garantice seguridad, alimentación, salud y estudios.
Erigir ese espacio seguro empieza siempre por casa. Desde que nacieron mis hijos, escribo que mi hogar es el planeta Felicidad, y no porque sea perfecto ni plácido (más bien es caótico y difícil), sino porque sus existencias implican desestructurar, armar, y vivir el presente, y no hay camino mejor que ese para ser felices.
En el Día Internacional de la Infancia recuerdo al poeta Andrés Eloy Blanco (Los hijos infinitos): «Y cuando se tienen dos hijos / se tienen todos los hijos de la tierra, / los millones de hijos con que las tierras lloran, / con que las madres ríen, con que los mundos sueñan»; y deseo que seamos mejores adultos para los adultos del mañana. Infancias más plenas supondrán un futuro con más luz y bondad.
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