Desafiar es el primer paso. La correlación de poderes resulta por completo desfavorable. Somos dos contra cuatro. Ellos tienen la mejor posición. Desde esa leve loma lo dominan todo, o casi…
Los proyectiles andan regados por el suelo: frutos redondos y secos que yacen por doquier. Los rivales se sienten invencibles, pero nosotros sabemos que tienen miedo. Ellos aún no conocen a cabalidad cuánto son capaces de temer. Ellos no conocen lo que enfrentan. Solo son cuatro bien posicionados, con el suelo lleno de “balas” y la pañoleta al revés, la camisa medio abierta.
Quieren dividirnos, pero no lo logran. Somos rápidos, tiramos fuerte, nos sale más fácil eso de pensar como uno. Quieren dividirnos y, para ello, se dividen… gran error.
Los vamos provocando, estamos al acecho, queremos esa loma. Nos escondemos tras las vigas de la planta baja del edificio. Tenemos los bolsillos del short rojo repletos de frutillos secos y terrosos. No paramos de tirar. Nos parapetamos tras una carpintería.
Creen que nos tienen pero no es así. Se confían. Comienzan a abandonar su “loma dorada” para perseguirnos. Dejamos escapar una risilla cómplice. No saben dónde estamos a pesar de que nos vieron entrar a la carpintería y no saben quiénes somos aunque conozcan de memoria nuestros nombres.
Les salimos al paso. No lo esperaban. Se espantan. Nuestras bolas “en ráfaga” les manchan las camisas. Les duele, retroceden y, sin percatarse, ya han quedado lejos de su loma. Dejamos de tirar, damos media vuelta y salimos corriendo hacia el “fortín”.
En la loma quedan dos que no saben lo que ocurre. Nos ven aparecer de la nada. No entienden por qué no dejamos de correr hacia ellos, al tiempo que tiramos. Los otros dos ahora nos persiguen. Tampoco entienden nada.
Al ver nuestra cara de rabia, los de la loma se preocupan. Comienzan a conocer lo que es el miedo. Nos atrincheramos en una esquina, espalda con espalda. Él contra dos, yo contra dos. Los de la loma son débiles y cobardes, quienes salieron a cazarnos resultan torpes y tontos. Los de la loma no quieren que se les manche de tierra la camisa y, al ver nuestra arremetida final y frenética sobre sus posiciones, se van corriendo y somos nosotros quienes dominamos la colina.
Seguimos siendo dos contra cuatro pero ellos lo perdieron todo y todavía no lo saben, como quien, de un mal paso, sentencia su partida de ajedrez y apenas se da cuenta.
Ellos solo se esconden tras los troncos, con el gaznate en la boca, humillados, temerosos y, aún sin comprender nada, sabiéndose cuatro contra dos, sintiéndose el golpe, sacan su cara de músculo colectivo acéfalo y nos miran incrédulos, como el perro jíbaro de la caricatura, ese can fortachón regodeado en el abuso que, ante la rebelión del débil, increpa: “¿Tú te volviste loco, Almiquí?”.
Se escucha en toda la escuela el timbre que anuncia cambio de turno. Se procede a la tregua. Mientras caminamos hacia el salón de clases, aún nos queda en la boca el leve sabor de miel de abeja con agua que nos dio a beber Kukuy, cuando nos vio sin esperanzas.
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