No recuerdo con exactitud cuánto tiempo ha pasado desde que respiré por última vez el aire de Matanzas. ¿Cuatro meses? Usted, un no-matancero en potencia, quizás piense que ello no es relevante, porque mucha gente pasa su vida sin conocer la Ciudad de los Puentes o va alguna que otra vez, y no por ello el mundo gana o pierde en su eje un miserable grado de inclinación.
Como su presunto análisis resulta totalmente lógico, modificaré el enunciado: “No recuerdo con exactitud cuánto tiempo ha transcurrido desde que respiré por última vez el aire de mi casa”.
Quiero hacerlo: dominar la bahía desde la carretera, cruzar la línea mágica de cada río, reconocer los edificios de siempre, revisitar amigos, acariciar la perra, hablar un rato con mi hermana para ver si la soledad no ha terminado volviéndola loca o más loca o acaso loca ya… por completo.
Ansío, sí, escuchar las mentiras jocosamente edificadas por mi tío y tratar de llegar un poco más adonde sus hijos, antes de que se hagan hombres refugiando la leve sospecha de que no me conocen.
Quiero abrazar las gorduras de mi tía, leerle con voz de titiritero a sus nietas, que mi primo –el otro– me ponga encima sus antebrazos oscuros por la grasa del carro y me cuente lo que Matanzas murmura, así, con la magia que tienen los juglares para inmortalizar los cuentos de camino.
Quiero caer sin avisar en la casa de abuela y sentir cómo su sorpresa es gangrenada por la alegría, y que me prepare un jugo con guayabas del patio, en tanto libero al perro –ella dice que es mío– de sus terribles amarras.
Quiero ir al cementerio, poner flores e intentar sonreír esta vez.
Dormir en la única cama que asumo como mía, entre las paredes que sostienen mis viejos libros y estirarme con los ojos cerrados, cual máxima expresión de lo humano, mientras bostezo una interjección.
Y sobre todo el tufo, quiero respirar el tufo de mi casa y mi ciudad, que se me antoja como el más delicioso que pueda mi nariz catar. Lástima me dan los que olvidan el olor del que partieron.
En nombre de todo esto, pido ayuda.
Quiero y ansío y quiero más… pero la pandemia ha logrado que cien kilómetros resulten una barrera insalvable, cada vez más recia.
Me gustaría pensar que algo tan desolador como el llanto en vivo del Doctor Durán le haya removido la consciencia a este país. Ojalá. Después de todo, yo no soy el único que extraña.
Jhanes
7/5/21 16:32
Es conmovedor lo que escribes. Yo no olvido, ni lo haré jamás, el olor de mi terruño, de mi Sabanilla (Juan Gualberto Gómez). Olor al agua que recién toca la tierra caliente, que cruge por la caricia del sol (Quien ha vivido allí o la ha visitado sabe que en Sabanilla siempre llueve). Después de todo, ya ves, no eres el único que extraña.
Maritza
3/5/21 13:12
Lindo, me gustó mucho.
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