Por azares del destino, hace algunos años conocí a un hombre peculiar al que cariñosamente apodé “Dimitri”, debido a sus constantes historias sobre los estudios en la Unión de Repúblicas Socialista Soviéticas (URSS), allá por los primeros abriles de la Revolución.
Quizás por mi condición de médico, entre los ancianos y yo siempre ha existido una química especial, rara, recíprocamente contempladora y respetuosa. Si he decidido pasar la mayor parte de mi vida rodeado de ellos, es porque me han demostrado que, en su mayoría, transpiran amor. Ya fueron despojados de las miserias humanas y, como comentara hoy un personaje del barrio, en ciertos casos, cuando cumples cincuenta, comienzan a quitarte poco a poco todo lo que te has ido ganando. Triste.
“Dimitri”, por el contrario, cada día se reinventa. A sus 84 años, la vida lo premia con salud y él aprovecha: disfruta, hace planes y sencillamente vive. No resulta un tipo alto ni robusto, no es santo ni diablo, solo un ser humano que se ha dado el lujo de transitar con algo de suerte, picardía y, porque no, su dosis de locura. Fue un joven y un adulto de su tiempo, para hoy presentársenos como un anciano fuera de serie.
Las historias que cuenta son casi siempre las mismas. De tanto escucharle, algunas podría repetirlas sin que me faltase detalle alguno, excepto la emoción del protagonista.
Para abrazar el cedro de su patio se necesitan dos hombres. El árbol le genera sentimientos encontrados: aunque de alguna manera es su orgullo y no le ha tocado un gajo, cada año encuentra razones para cortarlo. Por ejemplo, las hojas, al caer, crean un colchón que él recoge a diario sin la ayuda de nadie. Son muchas las cajas y los sacos que mi amigo llena lo mismo en la mañana que en la tarde.
Sin embargo, nunca he visto a “Dimitri” bravo por trabajar. Parece no cansarse, lo abarca todo, arregla una puerta, pinta una reja, siembra otro árbol, limpia el patio o chapea el césped con una tijera. Puede, sin más estudios que la sabiduría de lo vivido, hacer mezcla, construir un muro o echar un piso.
En mi finca, cada árbol lleva en sí la historia de quien lo siembra. “Dimitri” plantó los naranjos, los cedros, los cerezos, las matas de lima y alguna que otra de mango. En ocasiones va a ayudarme y terminamos a la inversa; es diabético pero… tanto trabaja, que su azúcar en sangre casi no amenaza con subir, pues la quema.
Sigue siendo el comunista de los setenta: meticuloso con los documentos y obligaciones del CDR, del Partido y de la Asociación de Combatientes. Aunque sabe cómo se vive en estos tiempos, no pierde la esencia. En ocasiones ello molesta y hasta pudiera perecer intransigente pero, como diría otro de mis personajes favoritos del barrio: ¿cambiar la mentalidad de quién, de “Dimitri”, a sus años? Sería irrisorio y descabellado.
Los nietos no reconocen todo lo que su abuelo representa, el significado de lo que hace y dice. En ocasiones se burlan porque existen contradicciones que ni mi amigo “Dimitri”, con toda su sabiduría, logra entender.
Lo que él representa está en cada una de sus esencias: no se queja, construye, avanza, defiende lo que cree y piensa, acepta nuevos desafíos, escucha, intenta ser honesto siempre, descubre y se plantea nuevas metas… Feliciano del Castillo y Pineda –así se llama– representa, como tantos otros, el crecer. Cuando se llega a cierta edad y nada de esto ocurre, queda el cuerpo cual velero en calma y de a poco la vida sede, pues parece una eternidad cada segundo.
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