Hace unos años llegué tarde a una reunión. Era una reunión importante. Alrededor de 15 personas esperaban por mí para comenzar, y yo, que no acostumbro a llegar tarde a ningún sitio, deseé en ese preciso instante que “la tierra se abriera y me tragara”.
¿Qué decir? ¿Cómo disculparme? Pensé en comentar sobre las incongruencias del transporte, las decisiones burocráticas, las prioridades de otros por encima del trabajo reporteril, pero no lo hice ¿Para qué? Ninguna excusa, por cierta, sería capaz de compensarles el tiempo perdido por mi causa.
De pequeña, en casa me enseñaron a cumplir estrictamente los horarios. Si mami decía que a las seis, era a las seis, nunca a las seis y cinco. Llegar tarde a la escuela era un sacrilegio y cuando por casualidad alguna vez ocurría, estaba yo tan apenada como ella. Así fue desde siempre, al menos desde que yo recuerdo. Esos preceptos, supe luego, los aprendió ella de sus padres, también estrictos cumplidores del horario, respetuosos de su tiempo propio en primer lugar y con ello del ajeno.
Desde entonces “padezco” una necesidad crónica de llegar temprano a los lugares. No importa si es una encumbrada reunión o un informal encuentro entre amigos; trato, incluso, de andar cerca minutos antes —cuando es posible— por aquello de no correr riesgos innecesarios.
Con el paso de los años comprendí que no todos “padecen” la misma necesidad que yo y juegan a su antojo con el tiempo ajeno, con las prioridades y planes de otros, sin que ello perturbe mínimamente su cotidianidad.
Y muchas veces la gente llega tarde porque sí, porque es normal, porque no pasa nada. Centros de servicio a la población violan flagrantemente horarios establecidos y no importa; una reunión empieza media hora tarde y resulta natural; la tendera decidió hacer conteo en la caja a deshora y con una cola inmensa de clientes esperando; el laboratorio de análisis de sangre tuvo que esperar por la secretaria para iniciar sus labores en la mañana…
Las justificaciones proliferan entonces como si de hojas en los árboles se tratara y quien espera debe conformarse con frase prefabricadas como “había mucha gente en la guagua y tuve que esperar la siguiente”, “no sonó mi despertador esta mañana”, “recuerdo que me dijiste nos veríamos más tarde”… y así por el estilo, cientos de expresiones que incluso ciertas, no constituyen motivos suficientes para no cumplir en horario lo pactado, para simplificar la importancia del tiempo ajeno.
¿Qué significa el tiempo en nuestra vida? Sería bueno, de vez en cuando, buscar respuestas a esta interrogante y así entonces, tal vez, respetaríamos un poco más el tiempo ajeno…
No me resigno a soportar como cotidianas la impuntualidad, la desidia… No es justo que alguien juegue con mi tiempo como si ningún valor tuviera, cuando tantos sueños y proyectos pueden concretarse en tan solo un instante de vida.
Iliana
14/2/18 14:54
Muy bueno tu artículo, ojalá que los impuntuales puedan leerlo e interiorizarlo.
ENRIQUE
13/2/18 7:08
HACE MUCHOS AÑOS ATRAS ALLA POR EL 1986 APROXIMADAMENTE, UN ASPECTO QUE SE EVALUABA EN LAS INSPECCIONES A LAS FARMACIAS DE CENTRO HABANA Y HABANA VIEJA POR FUNCIONARIOS DE LA EMPRESA DE MEDICAMENTOS No. 2, ERA EL TIEMPO QUE UN CLIENTE DEMORABA EN SER ATENDIDO. SERIA BUENO QUE LOS INSPECTORES Y SUPERVISORES DE LA ACTIVIDAD DE SERVICIOS EN GENERAL, LO RETOMARAN.
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