Conducir –cuando se da el chance– me relaja tanto, que me asusta. Con el índice presiono la pantalla de la reproductora, escucho el “prac” del tranque y llega la radio donde, con algo de suerte, el locutor o la locutora han de estar haciendo algo más que promocionar hits, al estilo discoteca.
El motor también tiene su melodía y con ella ocurre como con la mismísima música: todos la perciben de manera genérica; quizás la disfruten o detesten, pero para tocarla y entenderla hay que saber.
Principiantes y curiosos de la técnica del volante casi siempre preguntan sobre cómo identificar cuándo ha de cambiarse de primera para segunda o de cuarta para tercera… y la respuesta resulta sencilla: la propia “lírica” de la combustión interna avisa.
El vehículo, con sus sonidos y vibraciones, dialoga. Y es como todo… si no hay entendimiento, se arma tremenda cantaleta ronca. Es decir, manejar un lada 2105 vendría siendo como tocar un clavicordio en su expresión ultrasencilla. Tampoco es para creerse tanta cosa, aceptemos que se gradúan más personas de la “autoescuela” que de las academias de arte.
Lo que intento explicar –y perdonen las vueltas– es que manejar, en mi caso, ya sea con radio, DVD o a capela, implica un momento sagrado y confuso. A veces me preocupa –les comentaba arriba– porque, durante el trayecto, puedo llegar a sentir que no recuerdo haber pasado por determinado lugar por el que obligatoriamente tuve que transitar.
“¿Tan hipnotizado iba?”, me cuestiono nervioso. Pero, bueno… llego al destino aparentemente entero y sin indicios en la carrocería de haberle pasado por encima a alguien. Suerte, al parecer. Son fantasmas con los que lidio: amnesia, neurosis, inseguridad… quién sabe.
Normalmente me consuelo recordando que mi síndrome no solo se manifiesta al volante; me he obligado a regresar a la casa, tras caminar varias cuadras, tan solo por no estar seguro de haber cerrado la puerta, o pasado el seguro o de no haber clausurado una llave de agua y… ustedes saben… el agua… Por lo general, resulta, simple y “contratemporalmente”, parte del proceso psicótico.
Otra locura, digamos que medio superada, es el miedo a los policías. ¡Qué cosa más grande! Me pongo frío como un sapo y, a esa hora, a pensar en que si agarré la cartera y, en tal caso, si en ella todavía estarán el carnet de identidad, la licencia y la circulación. Y “no, no, no, no… por tu madre, que no me pare a mí. ¡Virgencita!”.
Un gendarme con tablilla y moto sobrecoge más que un operativo de los de “Tras la huella”. La cuestión no es la presunta multa, sino el proceso… La pregunta teórica: “¿Usted sabe lo que acaba de hacer?”. La afirmación desoladora: “Usted ha infringido el artículo 15”. El probable y cubanísimo sarcasmo: “Pero a usted quién fue el loco que le regaló la licencia?”.
Y en medio de todo eso, cualquier chofer mañoso –le decía que somos artistas– apuesta por el performance… que puede consistir en llorar, suplicar, enfrentarse, inventar leyes o familiares ingresados y lo que sea que –se sospeche– pueda tocar la fibra sensible de la autoridad. Siempre me prometo ser así pero, en la concreta, pongo cara de adolescente trastornado y suelto: “Tiene razón, oficial. Cumpla con su trabajo”. Eso, amigas y amigos, sí es dar lástima.
Debe ser un trauma. Recuerdo que, a poco tiempo de obtener el permiso de conducción, un “caballito” se me pegó por la senda izquierda y, sin detener la marcha, me estuvo regañando y “dando clases” durante cerca de 30 segundos. Yo estaba rígido y no lograba mirar para el costado; hasta miedo de chocar tenía y ni recuerdo la barbaridad que había hecho. Al final el tipo se cansó de escuchar una y otra vez mi “Usted tiene razón, oficial” y siguió andando.
Otra cosa es que lo que está para uno… de que llega, llega. Hace par de semanas me quedé botado justo frente al semáforo. Con trabajo, pude mal orillar el carro y desarrollar las revisiones básicas. Mientras le daba y le daba a la bomba del motor y me hacía el que apretaba las bujías, sentí por detrás el sonido escalofriante.
El uniformado parqueó y, con el rabillo del ojo, vi que revisaba unos papeles. Después dio par de vueltas en torno suyo, como aburrido, acabó yéndome para arriba y, con cara de guajiro bueno, como quien va a “tirar un salve”, dijo: “¿Qué te pasó?”.
Ya yo me las había arreglado más o menos, estaba cerrando la puerta y, sin poder ocultar la rigidez casi tetánica, dejé ir: “Acere, me quedé sin gasolina”. En ese momento prendió la verde, le agradecí la preocupación y, sin respirar, salí echando.
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