Celosamente guardados en una pequeña cajita estuvieron siempre las posesiones más preciadas de mi abuela materna. No eran finas joyas, delicadas telas ni valiosos libros. Una añeja hoja de uva caleta escrita y un desteñido pedazo de tela constituían todo su contenido.
Recuerdo haber visto muy pocas veces esos objetos, dos creo que a lo sumo, pero nunca olvidaré el momento en que por última vez hace ya varios años, precisamente por estas fechas, mi abuela tomó el primero en sus manos y poniéndose sus espejuelos intentó rescatar de las implacables garras del tiempo las palabras allí grabadas.
Cuando tenía seis meses de embarazo de mi tío mayor la invasión mercenaria por Playa Girón le hizo vivir las 72 horas más angustiosas de su vida. “Tu abuelo fue de los primeros en alistarse”, me contó aquel día con el temor aún asomando a sus pupilas.
Ante la agresión mercenaria que atentaba contra el futuro que querían construir juntos para sus hijos, él no dudó en partir para las arenas cienagueras como integrante de las valerosas milicias del pueblo uniformado que asestaron la primera gran derrota del imperialismo en América.
Desde ese mismo escenario, y al calor de la batalla por impedir el avance enemigo, pensó el abuelo en abuela y lo dejó como constancia en una de las hojas de los arbustos que tantas veces lo protegieron del peligro. La misma hoja ya marchita en la que ese día, al decir de la abuela, todavía se distinguía la firme caligrafía del abuelo.
En ella, me dijo, no escribió de los miedos y angustias que de seguro sintió ante los peligros del combate. Solo instantes después de que un misil atravesara de punta a cabo el ómnibus que conducía a su batallón —el 123— al territorio del desembarco, sin que nadie resultara herido, el recién estrenado miliciano le habló de amor.
La intensidad de la jornada le recordó el primer encuentro, las primeras palabras, el momento en que aceptó compartir las alegrías y tristezas de su vida. Nunca imaginó que una epopeya de este tipo lo separaría de su lado y menos con el primer fruto de aquel amor en camino, pero defender la Patria era, también, defenderla a ella, a su hijo, al porvenir que anhelaba en sus brazos.
Cavilando en todo, le prometió volver, y lo hizo con el segundo tesoro en la mano. Tantas veces acarició ella aquel fragmento de tela de camuflaje que había perdido el brillo de antaño. “Perteneció a uno de los paracaídas mercenarios”, le dijo el combatiente a su regreso, sin saber que con esas palabras sellaba el destino del tejido.
Haber impedido el avance de las tropas que pretendían reinstalar el status quo vigente en la isla hasta el 1ro de enero de 1959 significaba para el abuelo mucho más que el cumplimiento del deber. Ese pequeño fragmento de paracaídas era la confirmación del compromiso hecho a su amada de defender hasta las últimas consecuencias a su familia, la prueba de que nadie volvería a separarlos ni pondría en peligro sus sueños.
“Hasta tu propia existencia se la debemos a estos pequeños objetos”, me dijo la abuela mientras los devolvía a su sitio. Girón marcó un antes y un después para muchas familias en Cuba, las que recibieron con los brazos abiertos a sus victoriosos héroes y las que les dieron el más cálido de los adioses con una estrella en el pecho; las que hoy podemos exhibir estos objetos como tesoros de vida y quienes hacen de ellos el único recuerdo de sus seres queridos.
“Estas —me dijo aquel día— son mis finas joyas, mis delicadas telas, mis valiosos libros, el Girón que marcó el inicio de nuestra familia, mi vida”.
jorge
18/4/17 9:39
Los vi ,vi a los miliacianos del bon 123 salir de la misma calle donde yo vivia en Regla, muchos eran familias de mis amigos, algunos no regresaron pero ayudaron a la Victoria, dias despues sali a unirme a la Campaña de Alfabetizacion, tenia 12 años.
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