San Pedro ardía entre machetes y balas. Era 7 de diciembre de 1986. No hubo tristeza mayor en el campo insurrecto que la pérdida del bravo mulato, Antonio Maceo, héroe de las tres guerras por la independencia. “A los dos minutos de ser herido, murió en mis brazos y con él cayó para siempre la bandera", escribió así su médico personal, el doctor Zertucha, en una carta al General Máximo Gómez.
Se equivocaba el galeno mambí. Quizás el desconcierto por la caída en combate del amigo cedió terreno al pesimismo cuando escribió esta frase. Nuestra bandera jamás caería, pues como había afirmado el hijo de Mariana Grajales: “Quien intente apoderarse de Cuba solo recogerá el polvo de su suelo anegado en sangre, si no perece en la lucha.”
Hace solo unos días escuchamos nuevamente tal sentencia en la voz de Raúl Castro Ruz, Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros. Justo cuando se cumplen 120 años de la desaparición física del Lugarteniente General del Ejército Libertador, la plaza que lleva su nombre en Santiago de Cuba, acogió la última vigilia a las cenizas de otro Titán, Fidel Castro Ruz. Todavía permanecen húmedas las mejillas de todo un pueblo, enérgico al llorar al líder, y dispuesto a no cejar en el afán de seguir sus ideales.
De Maceo recordamos sus dotes de jefe y hábil estratega militar, probados con creces en la histórica protesta de Baraguá, cuando se negó a pactar el fin de las hostilidades con el colonialismo español, o al llevar con éxito la contienda a Occidente. Según apuntan fuentes documentales, se calcula que intervino en más de 600 acciones combativas, de ellas 200 grandes combates. No obstante, su pensamiento político convida a necesarias revisitaciones y deviene también sagrado tesoro para los pinos nuevos.
Muchísimos cubanos, en su mayoría jóvenes lo confirmaron la pasada semana, cuando se hizo pequeño el habanero Memorial José Martí, así como cada sede de barrio o municipio del país destinado al tributo. La enseña nacional, de rojo, blanco y azul apareció pintada en muchos rostros.
Dejaron sus firmas al pie del compromiso de mantener viva la convicción de que “Revolución es sentido del momento histórico, es cambiar todo lo que debe ser cambiado (….) es igualdad y libertad plenas…” La misma libertad que enarboló el Comandante en Jefe con este concepto el 1ro de mayo de 2000 fue el estandarte defendido a ultranza por el Titán de Bronce.
Y es que la rebeldía está sembrada inexorablemente en el espíritu de quienes habitamos en esta nación. Nadie vive ajeno a las vicisitudes, que van desde problemas macroeconómicos hasta la preocupación de las madres trabajadoras por el sustento diario de sus hijos, en una sociedad que ha sufrido los efectos de un bloqueo económico por parte de Estados Unidos y aún se recupera de la debacle experimentada durante el periodo especial.
Tampoco estamos cerrados a los cambios de mentalidad y formas de ejecución característicos de los nuevos tiempos, sin embargo, los principios de soberanía e independencia jamás serán discutibles. En este “lagarto verde con ojos de tierra y agua”, como definiera Nicolás Guillén, vibran las ganas y el coraje para preservar las victorias conquistadas por la Revolución, hoy convertidas en baluartes de nuestro sistema socialista, que, aunque perfectible, es el orgullo de todos.
Físicamente falta Fidel, pero basta su corazón para acompañar los destinos de sus once millones de hijos. Se le ha unido a Antonio Maceo en la nómina de quienes se tornan eternos en el recuerdo. Ahora más que nunca, el patriotismo de ambos, así como su ímpetu y entereza como seres humanos nos guía en el camino hacia el porvenir.
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