Algunos hechos han trascendido de las “hazañas bélicas” dirigidas por LeMay desde mediados de 1944 hasta el final de la contienda en el frente japonés. Ante todo recordemos que la mayoría de las viviendas en aquel país estaban construidas de materiales muy inflamables, como madera y papel.
El general convenció a Mc Arthur y a su estado mayor de que la manera más rápida de ganar la guerra no era eliminando en combate directo o bombardeando a los soldados del Ejército Imperial (defensores de los pequeños atolones que iba asaltando la infantería de Marina o de las costas de las cuatro grandes islas del archipiélago nipón), sino masacrando a la mayor cantidad de niños, mujeres y hombres de avanzada edad, que eran la gran mayoría la población las ciudades desde que, a partir de fines del 44, se armó a todos los hombres de 16 a 62 años.
Quizá el más brutal de aquellos episodios fue el ataque con bombas incendiarias del Barrio Obrero de Tokio, iniciado a las 11:30 de la noche del 9 de marzo de 1945 y concluido casi a las tres de la madrugada del siguiente día, golpe autorizado por el presidente Roosevelt y el alto mando del Pentágono.
El holocausto fue cometido por 330 superfortalezas B-29. A modo de preludio, 12 Pathfinders (aviones señalizadores) crearon en torno al barrio un círculo de fuego para marcar el “objetivo” sobre el cual, a continuación, otra oleada de Pathfinders lanzó miles de galones de gasolina. Tocó entonces el turno a los B-29, que dejaron caer mil 665 toneladas de bombas incendiarias, entre ellas las muy efectivas M-18 y E-46, capaces de expandir las llamas a más de cien metros de donde impactaban; entre tanto, cuatro escuadrones de cazas North American P-51 Mustang se encargaban de ametrallar a cuanto se moviera.
Escasos testigos de aquella bárbara pesadilla contaron que, avivado el fuego por vientos de 45 kilómetros por hora, la barriada devino gigantesca hoguera, visible desde 240 kilómetros de distancia.
El resultado de aquel injustificable bombardeo durante tres horas y media sobre un objetivo civil costó más de cien mil muertes —de ellos la mitad niños—, a las que se añadirían unas 50 mil víctimas con quemaduras en más del 75 por ciento del cuerpo; otras 300 mil quedaron marcadas para siempre por las llamas y en general, un millón de personas perdieron sus hogares.
Paradójicamente, a solo siete kilómetros de allí se hallaba el Palacio Imperial con el emperador Hiroito dentro, y a otros 11 kilómetros del Barrio Obrero, una agrupación de tropas de más de 30 mil soldados, incluidos sus respectivos coroneles y generales.
SI LO DEJAN ACABA CON EL MUNDO
Para asombro de muchos, en 1948 Curtis LeMay fue nombrado jefe delComando Aéreo Estratégico (SAC por sus siglas en inglés), provisto con una buena dotación de armas nucleares. Tras detonar la URSS su primer artefacto atómico, un año más tarde, Lemay fue el primero en proponer “un golpe nuclear preventivo” para “matar a una nación”, es decir, al país de los Soviet.
A partir de 1950 volvió a reeditar sus aptitudes piromaniacas en la guerra de Corea, donde se calcula que perecieron más de un millón de civiles inocentes como consecuencia de tales incursiones. Fue entonces que le propuso a Truman y a McArthur desatar un “gran bombardeo nuclear” sobre la recién surgida República Popular China, para “castigarla por la ayuda en tropas a los norcoreanos…”
Así y todo, a mediados de 1961, LeMay fue nombrado ¡jefe de la Fuerza Aérea de Estados Unidos!
Septiembre de 1962. Un avión de espionaje U-2 descubre emplazamientos para cohetes nucleares en el occidente de Cuba. Cuentan que en una reunión con sus generales dijo que ese era el momento oportuno para lanzar un ataque nuclear contra la Unión Soviética y Cuba, apenas a 90 millas de las costas de Florida.
Unos días antes de que la Crisis de Octubrellegase a su clímax con el bloqueo marítimo en torno a Cuba, la mente diabólica de LeMay le propuso al entonces presidente John F. Kennedy, en varias reuniones sostenidas en la Casa Blanca y el Departamento de Estado, que se efectuara un gran ataque con bombas convencionales a todos los sitios en que se estaban construyendo las bases de cohetes en Cuba, lo que hubiera causado entre 50 mil y cien mil muertos cubanos y soviéticos. El Estado Mayor Conjunto estadounidense apoyó la proposición de LeMay.
Tuvieron que transcurrir tres décadas para que, en octubre de 1991, al celebrarse en La Habana una conferencia internacional sobre el Trigésimo Aniversario de la Crisis de los Cohetes, Robert McNamara, entonces secretario de Defensa durante el conflicto, reconociera que si aquel ataque convencional se hubiese realizado habría sido el inicio de la guerra nuclear, pues la URSS no hubiera permitido la muerte a mansalva de miles de sus soldados destacados en Cuba.
Vale recordar que en aquella época los cohetes interceptores estadounidenses no podían detener a los cohetes nucleares disparados desde submarinos soviéticos en el Atlántico, porque solo eran funcionales 11 minutos después de su lanzamiento, y los mencionados artefactos podían alcanzar a Nueva York, Washington y otras ciudades clave cuatro o cinco minutos antes.
Curtis LeMay pasó a retiro en 1965, pero aun así, siguió asesinando a civiles inocentes, pues fue uno de los que más influyó en los presidentes Lindond B. Johnson y Richard Nixon para que regaran napalm sobre la geografía norvietnamita, ataques que asesinaron a más de un millón de niños, mujeres y ancianos.
Este general que ordenó el asesinato de tantos seres humanos con bombas incendiarias, falleció pacíficamente en octubre de 1990, a los 83 años de edad.
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