José Martí penetró profundamente en el alma y el espíritu de Carlos Manuel de Céspedes, y en hermosa semblanza, al referirse a sus últimos instantes de vida, una vez depuesto como presidente de la República en Armas, escribió: “Baja de la presidencia cuando se lo manda el país, y muere disparando sus últimas balas contra el enemigo, con la mano que acaba de escribir sobre una mesa rústica versos de tema sublime”.
¡Qué bellas y nobles palabras! ¡Cuánta valentía y heroicidad hubo en el “hombre del ímpetu”, en el iniciador de nuestras gestas libertarias!
Céspedes prefirió morir, disparando casi a ciegas al odiado enemigo que se le venía encima, antes que caer vivo en sus manos. Los mismos que habían fusilado a su hijo Oscar y quienes desde hacía cuatro siglos gobernaban a Cuba con “un brazo de hierro ensangrentado”, tal y como escribiera en su famoso Manifiesto del 10 de Octubre, el documento leído por él aquella luminosa mañana en su ingenio Demajagua.
“Y no fue más grande cuando proclamó a su patria libre, sino cuando reunió a sus siervos, y los llamó a sus brazos como hermanos”, escribiría también de Céspedes el Apóstol Martí.
El Presidente Viejo sufrió mucho por los egoísmos y las bajas pasiones de los hombres. La unidad revolucionaria, lo más sagrado para el alma de una nación y de un proceso libertario, comenzó a fallar en Guáimaro en 1869, y se le dio una estocada mortal cuando se le depuso en Bijagual, en octubre de 1873, dejando al movimiento patriótico del 68 sin su principal figura.
¿Qué cometió errores? Cierto, ¿quién no? No era infalible ni mucho menos. Pero sobre él, quizás olvidando lo que representaba, se cebaron los odios y las intrigas, hasta impedirle salir de Cuba para reencontrase con su adorada esposa Ana de Quesada y con sus dos pequeños hijos jimaguas, a los que nunca pudo llegar a conocer. Un reclamo continuo suyo, e incluso una necesidad imperiosa para la Revolución que languidecía, pues Céspedes era más útil en el exilio, entre la emigración cubana en el exterior, que dentro de la isla, confinado a un lugar recóndito de la Sierra Maestra: la prefectura de San Lorenzo, en donde exhalaría su último suspiro por su patria esclava.
Basta leer su Diario Perdido, como le titulara Eusebio Leal, para sentir en cada palabra allí escrita el dolor de tanta cobardía en algunos, en contraste con su altruismo y fe en la causa que había comenzado antes que nadie, incluso cuando muchos dudaban atemorizados.
“Veo la suerte de Cuba independiente demasiado dudosa y carezco hoy de datos para confiar en penetrarla. (…) Quizás mi único porvenir sea padecer por ella. (…), ¿por qué no encontraré el reposo muriendo por mi patria?”, escribió el 12 de noviembre de 1873.
Y para aquellos a quienes cegaba el odio contra su persona afirmó: “Infames! Para oscurecerme o deshonrarme tendrían que rasgar más de una página de la historia”.
El dolor de no poder conocer a sus hijos pequeños y no volver a ver su esposa le llevó a escribir el 29 de enero, a menos de un mes de su muerte: “Me he levantado triste, pensando que nunca más volveré a ver a las personas que amo y que mis hijitos ni siquiera habrán conocido mis cabellos y mi barba…”.
Una noche de fiesta mambisa, una exesclava se le acercó y le dijo: “Mi presidente, mi amo, nosotros venimos aquí a bailar siempre para divertirlo a usted”. Esta fue su respuesta: “Hija, yo no soy tu amo, sino tu amigo, tu hermano”.
En carta a su amada Ana de Quesada resulta profético al afirmar: “En cuanto a mi deposición, he hecho lo que debía hacer. Me he inclinado ante el altar de mi patria en el templo de la ley. Por mí no se derramará sangre en Cuba. Mi conciencia está muy tranquila y espera el fallo de la historia”.
Aquel fatídico 27 de febrero de 1874, hace ahora 145 años, Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo, al verse sorprendido por los españoles, intentó suicidarse con el revólver que siempre portaba, pero imposibilitado se lanzó disparando por un barranco donde cayó “como un sol de fuego que se hunde en el abismo”, como diría en hermosa frase, el patriota Manuel Sanguily.
Su cadáver presentaba una herida de bala, a boca tocante, en la tetilla izquierda. El parte oficial español sobre los sucesos del 27 de febrero de 1874, que se conserva en el Archivo Militar de Segovia, dice: “El Capitán de la 5ta. Compañía, don Andrés Alfonso, y el Sargento 2do. Felipe González Ferrer con cinco soldados fueron los que dieron muerte al referido Céspedes, el cual disparó un tiro de revólver al Capitán y otro a dicho Sargento y sin embargo de mis voces de date prisionero no fue posible se entregara…”.
Arrastrado fuera del barranco lo llevan a lomo de mulo a Santiago de Cuba, al Hospital Civil, donde exponen su cadáver hasta ser enterrado en una fosa común.
Con posterioridad, el pueblo de Cuba le haría los honores merecidos al Padre de la Patria, al dominador de hombres, a aquel volcán que emergía “tremendo e imperfecto, de las entrañas de la tierra”.
El 10 de octubre de 2017 su tumba, junto a la de Mariana Grajales, la Madre de la Patria, fue trasladada de lugar y situada cerca de la de José Martí y Fidel Castro, en un reencuentro lleno de simbolismo.
A 145 años de su caída en combate siguen siendo válidas aquellas palabras de José Martí cuando al referirse a Carlos Manuel de Céspedes e Ignacio Agramonte afirmó: “¡Esos son, Cuba, tus verdaderos hijos!”.
plaff
14/3/19 9:05
Carlos Manuel de Cespedes debia de estudiarse más en la primaria, tuve la oportunidad de llevarle a la maestra de mi hija que cursa el 5to grado un trabajo expuesto del periodista Ciro Bianchi sobre la muerte de Máximo Gómez Báez, tal fue la lectura de la maestra que muchos niños se comosionaron, ahora leo su trabajo y casualmente están estudiando a Carlos Manuel de Céspedes el que aprovecharé para llevarlo impreso y reciban tan emotiva lectura, muchas gracias un trabajo muy bonito y emotivo
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