Perdóname que comience así, en lugar de apelar a las fórmulas epistolares de rigor, y desear que te encuentres bien, en compañía de tus bla,bla,bla… Pero en serio, dejemos un rato el querer y odiémonos como les toca odiarse cada cuarto año a dos irreductibles peloteros que en fútbol han decidido irle a Brasil uno y a Argentina el otro…
Aceptémoslo sin bronca… Total, tocayo, somos amigos a pesar de ciertas filiaciones beisboleras, literarias y del vestir que nos sitúan en las antípodas de la amistad… Pero aquí estamos, y en nombre de ese afecto debo preguntarte… ¿está listo tu albiceleste corazón para otra decepción mundialista?
Yo, que asocio vagamente el Mundial del 86 con el descubrimiento personal de la televisión a color, sí recuerdo con total claridad Italia’90. Jamás olvidaré aquel penal que Edgardo Codezal pitó contra Argentina para sellar la revancha alemana a costa de los campeones defensores, crecidos con las milagrosas atajadas de Goicochea, los goles de Caniggia y Diego, siempre Diego, cuya magia de barrilete cósmico no fue suficiente…
Argentina era mi equipo, pero no tenía mucho mérito la elección, porque entonces no era como ahora, que en Cuba conocen mejor los entresijos financieros de Florentino Pérez que la alineación regular de Matanzas –oops, perdón, mala mía: esa ni los matanceros la conocen. En mi Santa Clara natal solo se hablaba de fútbol el mes del Mundial. No digo que no existieran hinchas a conciencia, pero la inmensa mayoría éramos diletantes o, cuando más, entusiastas chovinistas, que le íbamos a América Latina casi porque tocaba.
Creo que ni habías nacido cuando yo empecé a cobrar conciencia mundialista. Fue en Italia’90 que comencé a enfermarme de fútbol y a decepcionarme de esa Argentina que no era tan infalible como yo creía. Si un vejete como Roger Milla les hacía un gol y encima lo celebraba bailándole una lambada al banderín del corner, pues estábamos listos. No corté con la Albiceleste, porque se redimieron y llegaron a aquella triste final contra la Mannschaft de Mattheus, Klinsmann y Voeller, con aquel equipazo que hizo al inglés Gary Lineker decir su inmortal “el fútbol es un deporte en que juegan 11 contra 11 y siempre gana Alemania”. Aunque desde entonces jamás ganaron…
Ya para Estados Unidos’94 yo sabía que podía gustarme Argentina, pero mi corazón sería de Brasil. Soy la prueba viviente de que tal dualidad es posible, aunque la nieguen esos fundamentalistas que te emplazan a ser de Silvio o de Pablo… Y cuando Grondona hizo la gran cagada de aliarse a la FIFA para echar a Maradona, “castigué” la afrenta pasándome definitivamente a la Canarinha que no me hizo quedar mal, y acabó ganando su cuarta corona mundial…
Dirás que irle a aquel Brasil era fácil, y no lo niego: Carlos Alberto Parreira tenía tantos cracks, que el Mundial lo vio completo desde el banco, sin jugar medio minuto, el insuperable Ronaldo, el de verdad, el Fenómeno, el mejor, no su versionsinha de caballunos dientes ni este Cristiano con más olfato de flash que de gol…
En aquella “selecao” brilló un Romario mediometro que ridiculizó el cacareado juego aéreo de los suecos y los eliminó con un gol de cabeza, o el fulminante Branco, que despidió a Holanda con un zurdazo de balón parado, cobrado como solo lo haría su heredero en todos los sentidos, Roberto Carlos… Vaya banda, con el loco Taffarel bajo los tres palos, Bebeto meciendo a su hijo, el matusalénico Cafú y el pétreo Dunga, inclemente como defensa, nefasto como seleccionador…
Aquel fue un Mundial memorable por sus héroes, como Kennet Andersson, Hristo Stoichkov, Gheorghe Hagi, y por cosas lamentables, como el asesinato del colombiano Andrés Escobar, el penal crucial que Roberto Baggio mandó a las nubes, el sangriento codazo de Mauro Tassotti a Luis Enrique Martínez, o la ya mencionada expulsión del Pelusa no por esnifar cocaína ni por transfundirse con THG, sino por consumir efedrina… ¡EFEDRINA! Dime, tocayo… ¿cuántos catarros no mataste tú con efedrina, antes de que todo fuera abundante líquido y Duralgina si había fiebre?
¡Qué Mundial aquel, tocayo! Al acabarse los partidos salíamos todos los chiquillos del barrio a caerle a patadas a un balón de basket fofo, intentando caños, gambetas y carambolas, sacando más rasponazos y moraos que goles, dejando claro que el gol tenía que ser rasante, porque la portería era el tramo angosto entre dos piedras, y diciendo que éramos fulano o zutano. Entonces, te recuerdo, era impensable tener una camiseta de fútbol, y el que la tuviera se cuidaba de ensuciarla, porque era para salir y pistear.
Pero vaya si nos divertíamos. Yo -que recién salía de Secundaria y no soñaba con ser periodista, y menos aún que algún día cubriría un Mundial- me divertía narrando los partidos desde un costado, imitando las ráfagas descriptivas de los relatores argentinos y colombianos, prodigando a mis amigos con apodos futboleros y colando entre jugadas comerciales de productos inexistentes. Era malo, pero tenía sentido del show…
Te cuento esto, tocayo, porque el Mundial de 1994 fue para mí definitorio en muchos aspectos: ese año me bequé por primera vez, tuve algo parecido a un noviazgo, y le juré fidelidad a Brasil, siempre y cuando honrara el “jogo bonito”. Por eso le pegué tantos tarros en la era-Dunga…
Pero ya de eso hablaremos en estos días, che Carlitos… Tengo mucho que contarte, de mis andanzas mundialistas en Alemania, de cuando me colé en un entrenamiento de Boca y hablé con Bianchi, del Colombia-Bolivia que presencié en el estadio más alto del mundo, de mi foto con Maradona, de cuando el Bejuqueiro me besó en el Maracaná, en fin… Para ser alguien que prefiere el béisbol y el baloncesto, el fútbol me ha perseguido y marcado en el ejercicio de este insuperable oficio que es el periodismo…
No escribo más, por ahora. Espero de corazón leerte pronto y mucho…
Con afectos verdeamarelos, queda tuyo, Charly
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