Si una nefasta situación pasará de manos de Barack Obama a su sucesor Donald Trump, es la rispidez extrema con la que la administración saliente ha marcado las relaciones de los Estados Unidos con Rusia, sobre todo en los últimos meses.
Ha sido tal el empeño de la Casa Blanca por deteriorar todo contacto constructivo, que Vladímir Putin decidió dejar de lado el asunto hasta que este 20 de enero el díscolo empresario ganador de las elecciones de noviembre último quede investido como nuevo jefe de la Oficina Oval.
Y esa actitud sosegada tiene al parecer dos condimentos claves: el primero, que Rusia, según analistas, ha sabido vivir y avanzar “sin la cooperación con los Estados Unidos”, y el segundo, que existen evidencias de que Trump será más proclive a entenderse con Moscú.
Desde luego, el gobierno saliente está haciendo todo lo posible por que la tarea de Trump resulte difícil. Solo en las últimas semanas dictaminó la expulsión de numerosos diplomáticos rusos que laboraban en suelo estadounidense, promovió nuevas sanciones unilaterales contra Rusia, y acaba de desembarcar en Polonia un contingente militar apoyado por fuerzas blindadas, que se dice permanecerá a las puertas de las fronteras rusas por unos nueve meses.
Mientras, en el escenario mediático insiste en que el reciente descalabro electoral de Hillary Clinton está relacionado con el presunto hackeo ruso de miles de correos electrónicos de la exaspirante demócrata a la Casa Blanca, a la vez que casi tilda a Trump de “agente y ahijado de Moscú” devenido en próximo presidente de la nación.
Acusaciones y señalamientos que, sin sustento palpable hasta el momento, pretenden calar en el imaginario ciudadano, de manera de sembrar más dudas y preocupaciones sobre la figura del inminente mandatario, a la vez que ahondar la percepción interna y externa de que Rusia es un ogro infernal empeñado en destruir a la sociedad “democrática y justiciera forjada en los Estados Unidos.”
Desde luego, la ojeriza tiene sus antecedentes. El fundamental, la recuperación por Rusia de buena parte del terreno económico, político y militar cedido en los confusos, tristes y turbulentos días que siguieron al derrumbe de la Unión Soviética a fines del pasado siglo, y el ascenso al poder en aquella potencia de una camarilla de oportunistas empeñados en convertirla en un despojo fácil de engullir por los intereses externos.
Plan destructivo que encontró freno definitivo con la presencia en el Kremlin de nuevas autoridades que se empeñan en restaurar los lustres de una historia cargada de pasajes heroicos, del poderío militar disuasivo que asegure su integridad y su supervivencia en las nuevas condiciones globales, y de evitar la imposición al mundo de un poder hegemónico y unilateral que reduzca el orbe a la condición de dócil traspatio de un trono único.
Una Rusia que retoma su papel de actor internacional clave y que, al decir del analista local Evgueni Satanovski, a cuenta de “todas las dificultades que ha causado la administración de Obama”, ha aprendido a vivir sin los lazos con los Estados Unidos y Europa.
Y si alguien lo duda, solo debe remitirse a la evolución altamente positiva de la crisis en Siria y los rudos golpes propinados al terrorismo del Estado Islámico luego de la presencia militar del Kremlin en una nación con cuyo desmembramiento los hegemonistas y sus aliados pensaban cerrar con broche de oro su periplo expansionista por Asia Central y Oriente Medio.
Términos y condiciones
Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social. Recomendamos brevedad en sus planteamientos.