Las conversaciones para la paz en Siria realizadas en días pasados en la ciudad de Astaná, en Kazajistán, parecen haber arrojado importantes expectativas en el esfuerzo por poner fin a un conflicto armado que dura ya seis años y ha cobrado decenas de miles de vidas, esencialmente ciudadanos inocentes.
Se trata de una nueva iniciativa promocionada por el gobierno de Damasco y sus aliados Rusia e Irán, a los que ahora se sumó también Turquía. Según los informes que se deprenden de lo negociado, ha calado con fuerza la idea de consolidar un alto al fuego generalizado entre el Ejército Nacional y los titulados grupos de la oposición armada, excluyendo y aislando con mayor precisión a aquellas entidades terrroristas que, como el Estado Islámico y Al Qaeda, insisten en agredir la integridad y la seguridad de la nación siria.
En consecuencia, se indicó que para febrero cercano, en Ginebra, deben tener continuidad estos esfuerzos, luego de que, tanto los representantes del gobierno legítimo de Bashar al Asad, como sus oponentes mantuviesen un primer y conciso intercambio en tierra kasaja.
Y es que precisamente una de las características prometedoras del diálogo de Astaná sobre la paz en Siria radica en que sus promotores lograron ese contacto inicial entre delegaciones de Damasco y grupos armados opositores, luego de haber establecido una nuevo escenario militar y político que ha golpeado duramente la preferente dinámica de violencia, destrucción e incomprensiones, favorable a las viejas aspiraciones hegemonistas de Washington y sus aliados con relación a Asia Central y Oriente Medio.
Y mientras por un lado se alienta el posible arreglo negociado, tanto Rusia, Irán y Turquía, como las tropas del gobierno sirio, seguirán su lucha por exterminar a los segmentos terroristas inyectados al país por Occidente, las satrapías árabes, el sionismo israelí, y el extremismo islámico.
En concreto, que estarían casi listos los condimentos ensenciales planteados por los verdaderos aliados de Siria como para intentar que la devastadora guerra que afecta a esa nación mesoriental concluya de una buena vez.
Pero el asunto tiene otras aristas que no dejan de llamar la atención. Quien siga la información sobre el sangriento conflicto impuesto al pueblo sirio, no deja de advertir la sospechosa bruma con la que algunos poderosos medios de comunicación han envuelto este nuevo episodio favorable a la paz definitiva, que tuvo como sede a la ciudad de Astaná.
Y es que, realmente, si algo trascendente marca hoy el devenir del tema sirio es que el peso clave de las decisiones sobre el tema ha obviado casi por completo la presencia o la influencia de la titulada coalición occidental liderada por los Estados Unidos.
Y no porque ese pretendido conglomerado “antiterrorista” no esté involucrado hasta el pescuezo en un conflicto que, como se sabe, tiene justo su origen en las aspiraciones hegemonistas y expansionistas de Washington con respecto a tan vital y apetecido espacio geoestratégico. El asunto es que, muy a pesar de los impulsores de la guerra, Rusia e Irán han terminado por llevarse el pato al agua, asumiendo por completo el más decisivo protagonismo en suelo sirio, a cuenta del ya citado apoyo militar y político a Damasco, que ha puesto en jaque al terrorismo insuflado desde el exterior y disuadido a los restantes opositores a incorporarse a la mesa de diálogo.
Un desempeño que, luego del cambio de gobierno en Washington, se supone alcance mayores vuelos a partir de la confesa intención de Donald Trump de desembarazarse del largo padrinazgo norteamericano con relación al Estado Islámico y Al Qaeda, lo que por demás podría implicar también una salida lo más discreta posible de una incómoda y desastrosa aventura que Moscú, Teherán, Hizbolá y Damasco tienen bien asida por el gaznate.
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