La campaña contra el Kremlin se ha transformado en un componente básico del arsenal hegemonista para “enturbiar las entendederas” de no poca gente y lograr espacios en los cuales actuar sin mayores límites ni miramientos.
No es nada nuevo. Atacar la imagen de los “opositores”, culparles de cuanto terrible ocurre en derredor, y sedimentar percepciones absolutistas retorcidas, es una práctica histórica en la política universal y llevada a su máxima expresión por quienes han establecido su monopolio sobre buena parte del espectro informativo.
Y el caso relativo a Moscú es hoy de esas expresiones desmedidas. A Rusia se le culpa, por ejemplo, de jackear los comprometedores e mails de Hillary Clinton durante la reciente campaña electoral, y se le responsabiliza de apoyar y conspirar con el cuartel general de Donald Trump en los meses previos a las elecciones.
Por otra parte, en Francia, el estrenado presidente Emmanuel Macrom, durante la reciente visita de Vladímir Putin a París, se quejó de la “forma” en que algunos medios de información rusos abordaron el proceso de votación galo en que resultó electo, y hasta en un encuentro precedente entre Putin y la canciller alemana, Angela Merkel, hubo quien preguntó a ambos estadistas sobre el “injerencismo del Kremlin” en las campañas políticas germanas.
En pocas palabras, Moscú está en todas partes, a toda hora y al parecer posee un aparato mediático e informático capaz de trastocar el destino y las voluntades de todos los ciudadanos de todos los países.
Desde luego, apenas iniciada esta saturación contra una potencia considerada por los halcones de Washington como “enemiga estratégica del hegemonismo”, el Kremlin ha desestimado semejantes afirmaciones carentes de todo sentido lógico, con más razón cuando, a la inversa, ha sido el comportamiento de los aparatos mediáticos e intervencionistas imperiales el que ha intentado siempre, y no cesa de hacerlo, fomentar la confusión, el desorden y la inestabilidad en el propio territorio de Rusia.
Por supuesto, ni ese punto de vista se divulga a la mayoría de la opinión pública internacional, ni se da debida y clara respuesta a la montaña de sustanciosas y sólidas revelaciones que señalan a las entidades norteamericanas de inteligencia como fuente de un masivo, ilegal, y sofisticado espionaje “persona a persona”, y de generar cuanto artilugio informático le permita llegar al corazón de los secretos de otras naciones o descoyuntar a capricho las redes digitales a escala mundial.
Eso sin contar que desde hace buen rato, dentro de los Estados Unidos, la pretendida “injerencia rusa en las elecciones” se ha convertido en pivote de la puja política interna entre el gobierno de Donald Trump y aquellos grupos y sectores que se le oponen por las más disímiles razones.
Una controversia que ha llegado al punto de la designación de una suerte de “fiscal especial”, el exdirector del FBI, Robert Mueller, para que determine el grado de vinculación entre Moscú y la nueva administración.
Madeja que, sin dudas, sirve también a los absolutistas globales para mantener un candente clima de tensiones con Rusia que evite negociaciones y entendimientos mutuos y redimensione convenientemente la “grave amenaza” que contra los Estados Unidos proviene del gigante euroasiático.
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