El asunto no había muerto, todo lo contrario. Desde el primer decenio y medio del siglo dieciocho, y luego del Tratado de Utrecht de 1713 que puso fin a la llamada Guerra de Sucesión Española, entre Madrid y Londres se prolonga la disputa bilateral por la presencia británica en el Peñón de Gibraltar, en el extremo sur de la Península Ibérica.
Centuria tras centuria, con mayor o menor intensidad, las tensiones han estado presentes, y luego de la conformación de la Comunidad y la Unión europeas en el siglo veinte, la discusión logró transitar por cauces menos traumáticos a partir de las demandas de entendimiento y diálogo político formuladas por los vecinos regionales.
Ciertamente, Gibraltar está considerado como un caso colonial por la ONU, pero por otra parte existen las preferencias de los habitantes del lugar, en su gran mayoría de descendencia británica, que constituyen el asidero de Londres para afirmar repetidamente que no moverá un dedo en el asunto sin contar con la voluntad de los lugareños.
Solo que la solicitud formal de Gran Bretaña de abandonar la UE, presentada este marzo como consecuencia del titulado Brexit aprobado en referendo nacional, imprime un nuevo giro a la tradicional política comunitaria en el tema gibraltareño.
Y es que en lo adelante la discusión no será como hasta ahora entre dos Estados miembros, sino entre un ente formalmente externo y un integrante del colectivo regional, que se supone cuente con el apoyo preferencial de sus colegas y socios.
Un razonamiento que España ha empezado a esgrimir en estos días, al punto que el ex canciller Manuel García-Margallo llegó a afirmar "que la bandera española está hoy mucho más cerca de ondear en Gibraltar".
Un comentario casi simultáneo al del lord Michael Howard, “miembro ilustre” del Partido Conservador, quien sugirió que el Reino Unido "debería ir a la guerra para defender la soberanía británica en Gibraltar si fuera necesario", en lo que algunos consideraron una comparación con el conflicto vivido entre las Fuerzas Armadas británicas y Argentina en la disputa sobre las islas Malvinas.
Todo ello sazonado por una cadena de frescos incidentes marítimos entre naves de las dos naciones, y la tajante afirmación del gobernador gibraltareño, Fabián Picardo, de que ese breve espacio territorial “nunca será español.”
Con todo, la UE ha insistido en no elevar los tonos, y de alguna manera los contendientes parecen haber mesurado sus diatribas, eso sí, sin renunciar a sus encontradas aspiraciones.
Para la primera ministra Theresa May, la opción deseable siempre será conversar antes que llegar a la violencia, aunque aseveró que su gobierno nunca dará un paso en torno a Gibraltar sin tomar en cuenta los desos y la voluntad de quienes allí residen.
Una opción que evidentemente puede prolongar el diferendo hasta el infinito, toda vez que esa área ejecuta novente por ciento de sus negocios financieros con Gran Bretaña, y a pesar de que solo cuatro por ciento de los naturales apoyaron el Brexit, no parece que por el momento existan grandes preocupaciones locales en torno a la ejecución de la medida debido a la gran dependencia económica con respecto a Londres.
Mientras, del otro lado de la valla que separa el Peñón de España, ruedan también criterios como los del ministro de Exteriores Alfonso Dastis, quien aseguró que "no es partidario de cerrar la verja divisoria, porque con ello no percibe ningún beneficio para su país y sus trabajadores empleados en Gibraltar".
¿Resumen? Que todavía parece que hay mucha tela que cortar con relación al citado diferendo. Tanta, que puede medirse por decenas de miles de kilómetros de longitud.
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