Con siete decenios en las costillas, la Organización de Naciones Unidas, ONU, es un contundente adulto mayor.
Y como una persona de su edad, carga con no pocas historias dulces o amargas, y con buena parte de los achaques, los nobles atributos y las malas cataduras de los seres humanos.
Así, por acuerdo de más de medio centenar de Estados, fue creada el 24 de octubre de 1945 en la ciudad norteamericana de San Francisco, justo a casi seis meses de concluida la Segunda Guerra Mundial, y bajo el influjo de la declaratoria de evitarle al mundo otras nuevas y devastadoras catástrofes bélicas.
Sin embargo, su aparición no pudo salvar el encontronazo entre las buenas intenciones y los turbios conciliábulos, porque si bien algunos fundadores creyeron establecer una entidad mundial justa, equitativa y apegada a las buenas obras, otros la imaginaron como un instrumento de dimensión global para afincar y llevar adelante sus afanes de dominio a como diese lugar.
De manera que si la ONU guarda nobles episodios humanitarios, de evitación de conflictos y destinados a enfrentar los grandes entuertos que todavía carga el género humano, también bajo su rúbrica constan episodios brutales impulsados por aquellos que siempre la concibieron como una nueva vía para ejecutar sus desmanes.
Hablamos, por ejemplo, de la agresión norteamericana a Corea en 1953, o del derrocamiento y asesinato del líder progresista congolés Patricio Lumumba, en la década del sesenta, por solo citar dos vergonzosos ejemplos.
Esa septuagenaria historia nos recuerda también la asimetría vigente en un organismo donde su Asamblea General, que reúne a todos y cada uno de los miembros del organismo, carece de poder decisorio en los grandes desafíos mundiales, un privilegio que monopolizan desde siempre aquellos poderosos reunidos en su exclusivo Consejo de Seguridad, y donde, por supuesto, los intereses individuales o sectoriales pesan mucho más que todo criterio de orden universal.
Una ONU a la cual miembros decisorios y soberbios como los Estados Unidos, han intentado chantajear más de una vez a cuenta de sus mesadas, cuando las fuerzas progresistas han logrado algún tipo de avance sustancial que incomoda a los aspirantes a césares globales.
Entidad que además llegó a ser calificada de “inútil” y “antiestadounidense” a inicios de la década de los ochenta por los sectores ultraconservadores norteamericanos en su famoso Programa De Santa Fe, cuando el auge de los movimientos de liberación en el planeta reflejó sus inquietudes y aspiraciones con especial fuerza en el seno de la máxima tribuna internacional.
No obstante, y pese a toda manipulación y pretensiones de timoneo absolutista, lo cierto es que la ONU es hasta hoy el único organismo donde los países del mundo logran verse las caras y analizar en conjunto sus carencias e inquietudes.
Y ciertamente, el solo hecho de ser podio para acceder a las buenas ideas, intentar ejecutarlas, o poder palpar dobleces, conspiraciones y odios, ya le concede a las Naciones Unidas un papel relevante.
Desde luego, la batalla por la reforma de la ONU sigue siendo un deber insoslayable y asumido cada vez más entre los siempre preteridos, hasta aquellos que a partir de su ética y su fe, como lo hizo hace unos días el Papa Francisco en el propio Nueva York, coinciden en que la equidad tiene que llegar un día a su seno para que cada decisión y ordenanza provenga de una real y participativa democracia global.
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