Que ante la reciente balacera en un escuela de Oregón el presidente Barack Obama haya admitido públicamente que no puede garantizar que otra vez no tenga que expresar sus condolencias a los familiares de alumnos y profesores asesinados a mansalva, indica el nivel de fatal endemismo que asume en la sociedad norteamericana el tema del uso indiscriminado de armas de fuego.
En efecto, más de una decena de víctimas se reportaron días atrás en el centro educativo Umpqua Community College, en Roseburg, cuando Chris Harper Mercer, un joven de 26 años de edad que en las redes sociales gustaba aparecer con un fusil en mano, asaltó las aulas y disparó indiscriminadamente sobre alumnos y profesores. Según las versiones policiales, el atacante fue abatido poco después, pero la tragedia ya estaba consumada.
El asunto, que hizo reiterar a Obama la necesidad de cambiar las leyes sobre la compra y venta masiva de armas, se une a la larga cadena de hechos similares reportados en el país en los últimos tiempos.
Así, según la organización Everytown for gun safety, “desde 2012 han habido ciento cuarenta y dos tiroteos masivos en escuelas de Estados Unidos, mientras que en lo que va de 2015 se han registrado cuarenta y cinco: unos veintiocho en escuelas y diecisiete en universidades”.
En otros espacios públicos, la misma entidad ha sumado más de ciento treinta y tres tiroteos masivos entre 2009 y 2015, a razón de dos por mes, ocurridos en treinta y nueve Estados de la Unión.
En pocas palabras, un verdadero mal nacional en un país donde comprar un fusil automático o pistolas de última generación puede resultar un trámite tan común como adquirir una lata de refresco o una hamburguesa.
Y, aunque de alguna manera se han intentado incluir regulaciones que limiten el acceso a las armas de personas con antecedentes de enfermedades mentales o negativas conductas sociales que indiquen desequilibrios peligrosos, lo cierto es que tales barreras son netamente insuficientes.
A ello se suma el peso legislativo enorme que tienen los poderosos partidarios del comercio de armamentos, y la extendida negativa entre sectores conservadores respecto a que toda regulación a la tenencia de verdaderos arsenales particulares es un “atentado a los derechos individuales” del ciudadano.
De hecho, la prerrogativa de portar armas está contemplada en la Segunda Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, en tanto la Novena Enmienda calza la vigencia de tan controvertida formulación al indicar que “ninguna ley puede violar derechos de los ciudadanos previamente reconocidos”. Por tanto, para los mercaderes y quienes gustan de artefactos de muerte, no existe resquicio que pueda revertir el trasiego de tan peligrosos artilugios.
Por si fuera poco, y para beneplácito adicional de los partidarios del libre uso de todo tipo de pertrechos, el 28 de junio de 2010 el Tribunal Supremo sentenció que “ninguna ley estatal o local puede restringir el derecho a poseer o portar armas que reconoce la Segunda Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos”.
En consecuencia, hablamos de un debate trabajoso, largo, y hasta ahora sin mayores frutos, como no sean las preocupantes gráficas de “orgullosos” padres poniendo fusiles de asalto en vez de libros en las manos de sus descendientes, o de las repetidas cifras de tragedias donde un orate, un engreído o un fanático ametralla sin contemplaciones un aula llena de pequeños, o literalmente caza a incautos en el parqueo de un supermercado.
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