El gobierno de Juan Manuel Santos trabaja a toda velocidad para implementar los acuerdos de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), pero incumple con varias condiciones indispensables para proteger a los grupos rebeldes.
Desde que Santos y el jefe guerrillero Timoleón Jiménez firmaron en noviembre pasado el pacto que dejaría atrás medio siglo de guerra, el gobierno de Bogotá busca —tal como se previó— la rápida desocupación de los campamentos rebeldes, el traslado de los guerrilleros a las llamadas zonas veredales y su inmediato desarme para iniciar el pase a la vida civil.
Una de las sorpresas con que se encontraron quienes dejaron atrás la selva profunda del país suramericano —aun cuando existe la supervisión de Naciones Unidas (ONU)— fue que en sus nuevos refugios no habían condiciones mínimas para la supervivencia.
En algunos de esos sitios solo existía el movimiento de tierras donde debían existir cubículos, viviendas, alimentos, baños. La negligencia oficial era tan notable que los funcionarios de la ONU solicitaron al Ejecutivo colombiano más tiempo para la desmovilización.
Aunque sin ceder un minuto en el cronograma, el mandatario reconoció el atraso en la adecuación de zonas veredales, en realidad unas aldeas con supuesta infraestructura para acoger miles de personas, y refirió, a la defensiva, que a su gobierno le interesaba concluir las construcciones lo más rápido posible, ya que las FARC-EP sí continúan el traslado hacia esos lugares en estricto cumplimiento de sus obligaciones.
En su visita al espacio creado en La Carmelita, en Putumayo, luego de las denuncias públicas de la organización guerrillera y de la ONU al respecto, Santos admitió que existen fallos de organización por la parte oficial, pues no hay ni siquiera agua potable.
“Acordamos con los señores de las FARC-EP que íbamos a establecer un procedimiento para resolver los problemas con la mayor rapidez posible”, dijo, según informó la agencia española de noticias EFE.
Lo cierto es que en esta primera etapa de fin del conflicto son las fuerzas rebeldes las perdedoras, pues aunque cumplen con la palabra empeñada, el tratamiento dado por el Ejecutivo denota desinterés por la suerte de los desmovilizados.
Si este incumplimiento del gobierno es importante, pues a juicio de analistas desestima a los guerrilleros como seres humanos al no brindarles un mínimo de atenciones materiales, aún es más grave la evidente desprotección oficial para preservarles la vida ante los eventuales ataques de grupos paramilitares.
Esta semana, otro activista revolucionario resultó asesinado en Colombia —el número 23 en lo que va de año— en una nueva acción de organizaciones paramilitares, quienes devienen los peores enemigos de los antiguos rebeldes. Pocos conocen las identidades de estos grupos ni tampoco de las personas que les pagan para cometer los asesinatos.
Esas agrupaciones, que según se conoce están integradas por militares o exmiembros del Ejército y la Policía, actúan con absoluta libertad e impunidad, sembrando el terror en las zonas rurales.
Desde que se suscribió el Acuerdo Final de Paz, casi 100 líderes campesinos y comunitarios murieron baleados por estos asesinos pagados —de acuerdo con medios políticos— por la oligarquía terrateniente colombiana.
A partir del primero de marzo, los cerca de siete mil hombres y mujeres pertenecientes a las FARC-EP ya deben estar situados en las zonas veredales para ser identificados con nombres y apellidos, emitirles sus cédulas de identidad, a la vez que entregarán sus armas a los delegados de la ONU.
Esos tres mecanismos los dejan a merced del paramilitarismo que, indican analistas, los convertirán en blanco de sus armas para acabar en la paz lo que no pudieron en la guerra.
Incluso, esos elementos armados han ocupado los campamentos vacíos que van dejando las columnas guerrilleras, adueñándose de lo que queda atrás, según denunciaron líderes campesinos de las zonas, pero el gobierno permanece en silencio sin darle importancia a esas maniobras.
El Alto Comisionado para la Paz, Sergio Jaramillo, reiteró hace pocos días que todos los menores de 18 años (unos 100) abandonarán las filas subversivas, en tanto se mantiene el plazo de 180 días (hasta el 1 de junio) para finalizar el desarme.
El General Javier Flórez, encargado de verificar la dejación del armamento, precisó que los guerrilleros entregarán también las coordenadas a la ONU de los sitios donde hay el llamado armamento inestable oculto: minas, explosivos y granadas.
De acuerdo con el cronograma, el primero de marzo se entregarán un 30 % de fusiles y pistolas, una cifra similar el 1 de mayo, y el 40 % restante durante el mes de junio.
Otro momento importante de la pacificación colombiana ocurrió la semana pasada cuando el gobierno reglamentó la Ley de Amnistía, considerada una herramienta fundamental para que se haga justicia tanto para los guerrilleros como para las Fuerzas Armadas nacionales.
Las FARC-EP deberán entregar al Estado una lista de sus miembros que serían beneficiados con medidas de reincorporación social, y de los tratamientos judiciales, como la amnistía, tal como establecen los Acuerdos.
Mientras este proceso ocurre bajo la mirada atenta de la ciudadanía colombiana y del mundo, varios politólogos estiman que nadie puede predecir si dentro de dos años, el proceso de paz seguirá su rumbo, o el nuevo gobierno que surja de las presidenciales del 2018 cambiará el contenido del acuerdo firmado por Santos y Jiménez.
En ese sentido, el Comisionado Jaramillo ha advertido en más de una ocasión que aunque el proceso de seis años en busca de la paz fue refrendado de manera legítima, es posible que un nuevo mandatario y su Ejecutivo, en especial sin son conservadores, le pongan un freno a la ejecución del proceso.
Una amenaza en ese sentido constituyen las declaraciones de figuras del partido conservador Centro Democrático, liderado por el reconocido fundador de los paramilitares, el expresidente y senador Álvaro Uribe, quien afirmó que de ganar los comicios modificarían el Acuerdo de Paz en vigencia.
Santos está claro en que le queda poco tiempo como mandatario para instrumentar las leyes necesarias para implementar el pacto pacificador y cumplir las acciones para concretarlo, siempre pensando en un sucesor que garantice el desarrollo de los programas aceptados por las partes.
Entre ellas se mencionan la realización de la reforma agraria, la apertura democrática con las FARC-EP convertido en partido político, y el desmonte de los paramilitares, entre otras amenazas que existen contra los líderes de oposición en los departamentos y municipios colombianos.
Lo que queda de 2017 y en 2018, el año electoral, los políticos de distintas tendencias están colocándose o recolocándose en el camino que pudiera llevarlos al Palacio de Nariño, todos conscientes de que el tema de la paz figura entre las prioridades ciudadanas.
Ya se notan ciertas fisuras, por ejemplo, en la coalición gubernamental integrada por cuatro partidos —el de la U, Cambio Radical, Conservador y Liberal— cuyos líderes aspiran por separado a la Primera Magistratura.
En una encuesta de la firma Yanhaas Poll —mediciones que deben mirarse con cuidado— el pasado 16 de enero apareció publicado en varios medios colombianos, como Noticias RCN, que seis de cada diez ciudadanos se sienten pesimistas respecto al proceso de paz y la situación económica nacional, mientras solo le otorgan un 21 % de respaldo al dignatario.
Además, afirmó esa fuente, desde noviembre pasado hasta el 31 de enero último la confianza en el proceso realizado en La Habana durante casi cuatro años disminuyó seis puntos en ese período.
Seguidores de la realidad colombiana consideran que la figura más importante para la actual coalición oficialista de cara a las elecciones de mayo del 2018 es el abogado, político y escritor Humberto de la Calle Lombana, negociador de la paz por el gobierno, quien sostiene el criterio de que la guerra no volverá.
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