A apenas a cinco meses de los sangrientos atentados contra varios puntos de la capital francesa, tocó ahora a Bruselas, la capital belga, pagar su cuota de pérdidas humanas y materiales a manos del extremismo de corte islamista, el mismo utilizado por Occidente para desestabilizar Oriente Medio y Asia Central durante los últimos años.
De manera que otra vez ciudadanos inocentes del Viejo Continente y otras partes del orbe, sufren las consecuencias de las acciones aberradas de quienes han sido fieles instrumentos de la política hegemonista de los círculos más reaccionarios de Washington y de las propias capitales europeas, y que ya han actuado, bajo ese protectorado imperial, a favor de la destrucción de Afganistán, Iraq y Libia, y lo hacen todavía en los actuales intentos por borrar al incómodo gobierno de Damasco.
En La Habana, el presidente norteamericano Barack Obama, líder de una nación cuyas máximas figuras han congeniado abiertamente con el pretendidamente ajusticiado Osama Bin Laden y su brutal organización Al Qaeda, los talibanes afganos, Al Nusra en Siria, y hasta el hoy repudiado Estado Islámico, se apresuró a condenar los ataques extremistas en Bélgica y, como es habitual, prometió el apoyo de su país “para hacer justicia”, una frase que se ha traducido la mar de las veces en mayor injerencia en las zonas de conflicto donde –según los criterios expansionistas- se pretende afianzar el cerco geoestratégico contra oponentes globales como Rusia y China.
Porque bien vistas las cosas, con centrada objetividad, el desborde terrorista es la consecuencia de que, en su afán de poder mundial, Washington, con la anuencia y complicidad de sus socios de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN, el sionismo israelí y las satrapías árabes, hayan organizado, armado, entrenado y utilizado más de una vez a grupos fanáticos que deshonran con su bestialidad las verdaderas pautas de conducta que proclama el Islam.
De manera que lo que hoy enfrenta Bélgica y ya ha tocado muy recientemente a Francia o a Turquía, se deriva de una responsabilidad compartida entre los ejecutores materiales y aquellos que los eligieron como aliados que estimaron poder moldear y mover a su antojo.
Se dice que el móvil del ataque a Bruselas constituye un acto de venganza del Estado Islámico (que admitió su responsabilidad) por la detención en territorio belga de uno de los principales cabecillas de los atentados en París en noviembre último, que incluyeron el estallido de bombas y el ametrallamiento de locales públicos con un doloroso saldo de víctimas inocentes.
Pero con seguridad, nada de esto hubiese ocurrido si ninguna mente hegemonista hubiese ideado hacer oportunistas alianzas con grupos y personajes de proyección tan obtusa y creencias tan deshumanizadas y violentas.
Lo admitió no hace mucho tiempo la ex secretaria norteamericana de Estado y actual aspirante a la candidatura demócrata Hillary Clinton, quien declaró semanas atrás que ciertamente los Estados Unidos debió cuidarse de dar recursos y apoyo a determinados grupos extremistas en los explosivos escenarios de Asia Central y Oriente Medio.
Una práctica, dígase con toda crudeza, que no ha sido abandonada, y que de alguna manera se solapa cuando en instantes de dolorosa barbarie se vuelve a hablar de combate y campañas radicales contra el terrorismo, incluyendo entonces bajo ese rótulo ese rótulo a organizaciones, personas y naciones que no congenian con la idea de establecer un mundo excluyente y de neto corte absolutista y dogmático.
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