Dicen algunos que en la política “tradicional” una cosa es lo que se dice en campaña y otra, la que se suele hacer desde la casa de gobierno.
Y esta idea se repitió mucho luego del triunfo electoral, en noviembre último, del actual presidente norteamericano, un multimillonario empresario que ha hecho gala, no pocas veces en demasía, de una profusa incontinencia verbal, modales ríspidos, gestualidad exagerada, y el abordaje apresurado, exacerbado y errático de temas que por su peso y alcance demandan de mesura, estudio y serenidad.
Y un caso que no ha dejado de activar alarmas fueron sus ataques demonizadores contra China, a la que más de una vez culpó de los grandes déficits comerciales norteamericanos, de pretender afectar a la moneda estadounidense, y de receptar en su espacio geográfico a importantes empresas Made in USA mediante incentivos fiscales y una mano de obra menos costosa que la de la primera potencia capitalista.
Sin embargo, bien vistas las cosas, nada de lo listado anteriormente puede atribuirse a una “mala y siniestra voluntad” fomentada por el gigante asiático. En todo caso, lo ocurrido no es más que parte del movimiento económico regido por las leyes del mercado, tan loado y santificado precisamente por los grandes ideólogos del capitalismo.
China, simplemente, ha copado los espacios en el mercado interno norteamericano que no ha sabido o no ha podido llenar la economía local, se ha convertido así en el mayor acreedor de los Estados Unidos, y ha logrado llevar a su territorio tecnologías productivas generadas en el exterior que prefieren, a cuenta de mayores ganancias, operar fuera de las divisorias gringas.
Y el hecho de que Trump desee modificar algunos de esos parámetros no lo programa ni lo decide propiamente Beijing. El derrotero económico norteamericano es un asunto de la primera potencia capitalista. Pero ciertamente, los lazos bilaterales, en ese sentido, resultan tan intensos y generalizados que ni es sensato ni objetivamente posible tomárselo a la ligera o pretender que los golpes y las presiones sean las vías hacia posibles cambios. Además, China no es una nación cualquiera como para intentar bravatas.
Domésticamente tampoco convendría a Estados Unidos asumir medidas como las enumeradas por Trump en sus días de campaña, acerca de elevar los aranceles a las decenas de miles de renglones de todo tipo que Estados Unidos importa de China.
De hecho, gracias a ese intercambio, el consumidor norteamericano logra acceder a infinidad de artículos a costos módicos, y un alza de los impuestos aduaneros no solo repercutiría en la elevación de los precios de venta minorista, sino, incluso, en posibles desabastecimientos, algo nada saludable para el ciudadano común y su visión sobre la actividad oficial.
Tampoco sería recomendable intentar contradecir o enfrentar algunas de las aspiraciones más sentidas de China que conforman pilares de su política estatal, como el hecho de la existencia de un solo país, integrado y fuerte, aun cuando en ciertas partes imperen otras reglas como es el caso de Hong Kong.
De ahí que el inicial contacto telefónico de Trump con las autoridades separatistas de Taiwan haya resultado una pifia peligrosa, como podría serlo una posible injerencia en el diferendo bilateral entre Beijing y Tokio por varias islas ubicadas en la frontera marítima común.
De todas formas no han pasado muchos días para que un Trump “renovador” dialogara telefónicamente con su homólogo chino Xi Jinping, le expresase que su gobierno honrará la política vigente en Beijing de una “sola China”, y abogase por establecer relaciones constructivas con el gigante asiático.
Un giro que debería obedecer, ante todo, a una lógica de respeto mutuo con relación a una de las naciones cabeceras del planeta o, cuando menos, al pragmatismo que se dice caracteriza a la cultura de vida estadounidense.
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