El gran problema es que hasta hoy son contados los que ponen el dedo sobre la llaga en esta mayúscula catástrofe humanitaria. Y no se ha hecho más o todo lo necesario porque, sencillamente, enfrentar un serio análisis y buscar soluciones adecuadas implicaría que ciertos gobiernos y gobernantes de este planeta deban admitir sus oscuras responsabilidades con cuanto desmadre incita al rebose de las fronteras de las naciones empobrecidas.
Ni siquiera es un asunto de estos días. En todo caso vivimos ahora un mayor grado de agudización. Pero la crisis ha tenido una génesis histórica, iniciada en el mismo instante en que el expansionismo y las ambiciones hicieron que unos hombres considerasen que su bienestar y opulencia debían ser las consecuencias de la depauperación de decenas de millones de sus semejantes en otros patios del universo.
Con la robada riqueza ajena se construyeron verdaderos imperios durante largos siglos, y con la miseria impuesta se tejió la bochornosa urdimbre del éxodo de seres humanos en busca de mejores oportunidades de existencia y de un poco de seguridad y estabilidad. Así de simple.
Y a los empobrecidos, por demás, se les proyectó siempre, como imagen de avance, desarrollo y abundancia, la realidad de aquellos que les saqueaban. ¿A dónde entonces buscar una vida mejor?
Ahora, a este mal de añejísima data, debe sumarse que una renovada campaña de conquistas globales ha cobrado curso desde los mismos patios de las que partieron las más remotas en la historia humana.
Los que no se confoman con cuanto todavía tienen, desean usurparlo todo, trasmutarse en reyes globales, decidir solo ellos los destinos de todos y, por tanto, la guerra, el intervencionismo, el injerencismo, el atropello multiplicado conforman otra vez las herramientas de los aspirantes al trono universal.
¿Consecuencia inevitable, aplastante y lógica? Quienes se secan en vida en sus depauperadas y calcinadas tierras de origen remontan otra vez los caminos de forma masiva para intentar sobrevivir un poco más. Y vuelven entonces a forzar las puertas de los opulentos, generadores primeros de semejante desastre humano.
Por eso suelen ser vacías y demagógicas las referencias de los poderosos al drama de una bochornosa emigración global, que para nada hurgan en sus verdaderas causas y que, por lo general, terminan trastocándose en acciones de violencia y rechazo con relación a los que llegan de afuera, “ciudadanos de tercera, escoria, delincuentes y gente problemática y peligrosa”, según algunas de las definiciones que todavía se escuchan en la boca de encumbrados personeros políticos occidentales cuando hablan de sus propias víctimas.
Y mientras, los dramas se multiplican junto con el número de personas que sigue huyendo del hambre, la carencia de oportunidades, la violencia y el terrorismo que les han llevado a sus tristes espacios originarios.
Así, entidades internacionales revelan que solo en lo que va de 2017, no menos de 200 niños han perecido en la ruta del Mar Mediterráneo, en el intento de llegar a las costas de Europa. A las riberas italianas, por ejemplo, han llegado en estos primeros cinco meses alrededor de 45 000 migrantes, entre ellos 5500 menores de edad no acompañados por familiar alguno.
Según la UNICEF, unos 300 000 pequeños migraron sin sus familias entre 2015 y 2016, una cifra cinco veces superior a la registrada en el período 2010-2011, cuando alcanzaban los 66 000 casos.
Mientras, la Organización Internacional para las Migraciones precisó que en lo que va de este año las muertes entre los que intentan desembarcar en el Viejo Continente suman 1530, un nivel semejante a las ocurridas en igual período de 2016.
Vidas que, al final, solo se convierten en cifras que algunos ni siquiera se molestan en ojear, sobre todo aquellos que tan acostumbrados nos tienen a categorías como “daños colaterales”, “errores de cálculo”, “intervenciones humanitarias” y toda la verborrea que sigue intentando tapar las culpas… y a los grandes culpables.
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