Ideal sería que nunca alguien hubiese liberado la energía destructora del átomo, cuando bien utilizada y encarrilada sería tan beneficiosa para nuestra especie.
Magnífico, además, que no se intentaran generar y ampliar los arsenales nucleares, y perfecto, que quienes hoy los poseen los pasaran a mejor vida.
Pero ocurrió que en 1945 los Estados Unidos construyó la bomba atómica y con toda premura detonó dos sobre sendas ciudades japonesas, Hiroshima y Nagasaki, dizque para poner de rodillas al imperio nipón, ya en franco y definitivo retroceso luego de la derrota de su gran aliado europeo, la Alemania hitleriana.
Decisión de la Casa Blanca, vale recordar, que para muchos en el planeta no pasó del tosco deseo de advertir a futuros oponentes sobre la brutal suerte que les podrían acarrear sus “molestas” aspiraciones e inconformidades.
Se iniciaba así, a bombo y platillo, lo que algunos denominaron “la era nuclear”, asociada indisolublemente al riesgo cierto de desaparición del género humano a cuenta de tan “genial creación.”
De entonces a acá no han faltado episodios de elevada temperatura en la arena global, y la amenaza del hongo atómico ha sido intimidatoria nota constante en muchos de ellos.
Por demás, las grandes potencias agresivas que se hicieron del poderío nuclear, han recelado y recelan de otros que, por las más disímiles razones, intentan adquirir tan destructivo armamento… con sus “honrosas excepciones”, por supuesto.
Y aquí entran entonces las consideraciones esenciales que atañen a los delicados temas de soberanía y equidad internacionales, de manera que nadie está facultado para imponerle a otro normas particulares, mucho menos cuando se trata de prohibir lo que el presunto y hostil demandante tiene en demasía, y con lo que incluso llega a privilegiar a terceros a cuenta de sus simpatías y conveniencias propias.
Caso evidente: Israel, el trascendente socio de Washington, acumula, según datos de la CIA norteamericana, más de 200 bombas nucleares no declaradas ni controladas por los organismos globales pertinentes, y hasta el régimen racista sudafricano poseyó en sus días, por similar vía, tales artilugios de muerte sin que, lógicamente, nadie en Occidente se escandalizara al respecto.
En consecuencia, y más allá de la visión que se tenga del curso de las autoridades de Corea del Norte, no deja de ser chocante que los creadores de la bomba atómica, los primeros y únicos en usarla, los chantajeadores nucleares a escala global (remember la Guerra Fría), y los que han facilitado tan destructiva tecnología militar a sus mejores hijastros, amenacen ahora con la inminente destrucción del mundo para que un país al que agredieron y devastaron en la década del cincuenta del pasado siglo no se coloque entre los poseedores de tales artilugios.
Y, desde luego, nadie tome el rábano por la hojas, porque no se trata de aplaudir que en el planeta se siga extendiendo la acumulación de tan desastroso polvorín, sino de advertir y recordar que la historia y la realidad no son como algunos suelen contarlas y manipularlas, y lo que ayuda es precisamente que cada quien hable claro y exponga sus razones sin dobleces ni torceduras.
Por otro lado, no es con amenazas y juegos militares preconflicto que las cosas pueden apuntar a un final equilibrado y sensato, porque en el caso que nos ocupa, una vez ejecutado el primer disparo, es muy posible que no quede nadie para contar lo sucedido, ni siquiera entre aquellos que parecen considerarse invulnerables tras los muros de sus palacetes y oficinas climatizados.
En consecuencia, lo deseable sería, en el preocupante diferendo generado en torno a la Península Coreana, la prevalencia de la cordura, la racionalidad, la serenidad y el espíritu de entendimiento en dosis suficientes como para calmar ánimos y lograr un balance justo y equitativo.
Una receta que, sin dudas, sería extremadamente bueno acabar de instituir, al menos inicialmente en el tema del exterminio de todos los arsenales nucleares vigentes, y que sin dudas podría establecer un sonado precedente en cuanto a la manera de enfocar, analizar y resolver la abultada lista de entuertos y males que hoy desdicen de nuestra titulada “especie superior”.
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