Uno de los grandes pilares del capitalismo ha sido la conquista global de recursos y mercados.
Y las modalidades para lograrlo han ido, desde el salvaje colonialismo hasta el desembarco de capitales, la rapiña de sus grandes monopolios, y los desastrosos conflictos armados, incluidas dos conflagraciones mundiales.
La historia mundial hasta hoy, por tanto, tiene en altísimo grado esa marca que con hierro candente le han propinado las potencias imperiales a contrapelo de la vida y la suerte de miles de millones de seres humanos, considerados “seres de segunda” en la dinámica de poder de los cada vez más ricos.
Tan influyentes ellos, que por promover crisis económicas como la que sacude el planeta desde 2008, reciben a cambio de sus gobiernos cuantiosos fondos públicos a manera de generoso y urgente rescate.
De ahí que cada reclamo de los hundidos por recuperar aunque sea una parte de sus prerrogativas y espacios locales, se constituye en motivo para detonar las iras de los encumbrados, que no han vacilado incluso en el uso desaforado de la maquinaria militar para asegurar o reimponer sus fueros.
Es un hecho. Por encima de toda consideración o lógica, y mucho más en estos tiempos de acelerado y brutal agotamiento de los recursos esenciales, cada acto de soberanía ha tenido y tendrá de inmediato la ácida contrapartida de los presuntamente “perjudicados”.
Ejemplos sobran en esta, nuestra parte del mundo. Desde defenestrar gobiernos como el guatemalteco en la década del cincuenta del pasado siglo por oponerse a las grandes bananeras gringas; la prolongada violencia contra Cuba, entre otras cosas, por el rescate de una economía norteamericanizada al máximo; hasta las actuales diatribas anti argentinas por la decisión de Buenos Aires de asumir cincuenta y un por ciento de las acciones de la empresa nacional Yacimientos Petrolíferos Fiscales, YPF, controlada por el consorcio europeo Repsol.
Solo que aquellos que bufan, se desmandan y claman por venganza, pasan por alto deliberadamente principios legales internacionales que, a costo de grandes esfuerzos, se han ido escalonando en diferentes épocas y circunstancias en busca de una equidad global aún imperfecta y vulnerable.
Desde el decenio de los cincuenta de la pasada centuria, por ejemplo, constan los esfuerzos de diferentes países, esencialmente neocolonizados, por lograr una legislación global que protegiese el derecho de las naciones sobre sus riquezas.
Un empeño que definitivamente tomó cuerpo a manos de la Asamblea General de la ONU el 14 de diciembre de 1962, con la adopción de la Resolución 1803, sustentada en las parciales 523 y 626, ambas asumidas en l952; y la 1314 del 12 de diciembre de 1958, que creó la Comisión de la Soberanía Permanente sobre los Recursos Naturales.
Aquel conclusivo documento de 1962 refrendó textualmente que “el derecho de los pueblos y de las naciones a la soberanía permanente sobre sus riquezas y recursos naturales debe ejercerse en interés del desarrollo nacional y del bienestar del pueblo del respectivo Estado.”
Y para ello, entre otras cosas, dispuso que “la exploración, el desarrollo y la disposición de tales recursos, así como la importación de capital extranjero para efectuarlos, deberán conformarse a las reglas y condiciones que esos pueblos y naciones libremente consideren necesarios”.
Además, vale recordarlo hoy a los “olvidadizos” intereses monopólicos, consagró como legítimas “la nacionalización, la expropiación o la requisición”, fundadas “en razones o motivos de utilidad pública, de seguridad o de interés nacional, los cuales se reconocen como superiores al mero interés particular o privado, tanto nacional como extranjero.”
De manera que la defensa de los recursos de los pueblos no es un pecado ni una violación, y el mecanismo nacionalizador y estatizador no puede ser asumido como capricho u acto hostil.
Y es útil poner sobre el tapete nuevamente esta letra acuñada cinco decenios atrás y no pocas veces mancillada y escamoteada, sobre todo en tiempos en que, a fuerza de bombas y alta tecnología militar, los agresivos despilfarradores universales intentan hacerse de cuanto medio les haría prolongar por un tiempo más el orden global que les asegura preponderancia e influencias a cuenta de las desgracias mayoritarias.
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