La presidenta chilena Michelle Bachelet pone punto final a su segundo mandato con una clara desaprobación de la población, si son verídicas las encuestas, lo que deja el camino expedito para el retorno potencial de un derechista al Palacio de la Moneda.
El próximo día 2 de julio se celebrarán en Chile las elecciones primarias, en las que serán escogidos por los partidos en pugna —Chile Vamos, Frente Amplio y Nueva Mayoría— los candidatos para las generales del 19 de noviembre siguiente para elegir presidente, diputados, senadores y consejeros regionales.
Para el pueblo chileno, opinan analistas, son pocas las opciones partidistas en el espectro político nacional, ya que las fuerzas de izquierda, concentradas en el Frente Amplio, fundado este año, y aunque pueden existir sorpresas, no parece contar con el poderío para derrotar al súper aparato montado por la oligarquía para ganar las presidenciales.
Lo cierto es que aunque la mayoría de las encuestadoras del país andino están vinculadas con las líneas conservadoras, e influyen en el electorado despolitizado o aburrido de los incumplimientos del gobierno de Bachelet, los parámetros dejan mal a la jefa de gobierno.
Ejemplo de ello es el sondeo de opinión del Centro de Estudios Políticos (CEP) en abril y mayo pasados, el cual determinó que el 57 % de los consultados desaprueba la gestión de la presidenta, el 18 % la aprueba, el 21 % le es indiferente, y el 4 % no sabe o no quiso dar respuesta.
Lo que algunos sectores políticos consideran una pésima gestión, en la que la jefa de gobierno solo hizo algunas reformas que no tocaron ni de lejos el sistema neoliberal imperante, la represión a los movimientos populares deja un sabor amargo en una población, en especial la juventud, descontenta por los resultados de una gestión que traía esperanza a amplios sectores.
Sin embargo, la culpa de lo que ocurre en Chile no es responsabilidad absoluta de la que fuera una joven luchadora contra la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990), que incluso sufriera prisión.
Quizás sus sueños juveniles de revertir la situación política de su país la llevaron en dos ocasiones a la presidencia —su mayor mérito en la historia nacional— no cambiaron. Sin embargo, poco pudo hacer. Después de la caída de la dictadura muy poco cambió en el panorama económico y social de los chilenos, pues su economía está alineada a la de los grandes capitales y Estados Unidos.
Como han hecho con otros líderes progresistas, la justicia y los medios de prensa derechista impulsaron un plan sobre supuesta corrupción en el país que alcanzó a la familia de la mandataria, en un escándalo del cual no se salva la estructura que forma la institucionalidad nacional, es decir, las empresas, cuerpos armados, partidos y hasta la Iglesia católica.
Una de las críticas que golpea la gestión de la coalición Nueva Mayoría, que la colocó en La Moneda, es que Bachelet no desplegó los poderes de su cargo y su mayoría en el Congreso Nacional para hacer una limpieza a fondo de la supuesta corrupción y dejar el paso no a la derecha sino a una Asamblea Nacional Constituyente que forjara otro destino para la nación.
Quienes la defienden, como la bancada parlamentaria del Partido Comunista, consideran que ella “pasará a la historia como la mandataria que lideró, superando el permanente boicot de la derecha, el proceso para dejar atrás el neoliberalismo y avanzar con reformas que han beneficiado directamente a miles de familias vulnerables y de sectores medios”.
Empero, la economía en general está estancada y los beneficiados en esta situación son los grandes capitales nacionales y extranjeros. Las empresas de mayor porte registraron en 2016 ganancias por 12,1 billones de pesos, según la Superintendencia de Valores y Seguros (SVS). La renta de la inversión extranjera directa fue de 6,5 billones de pesos, según informa el Banco Central en la balanza de pagos. O sea, en Chile sigue bailando el neoliberalismo.
Otra decepción resulta la política internacional desplegada por la gestión de Nueva Mayoría. En su primera administración, Bachelet logró una cercanía con los gobiernos progresistas establecidos en la región, entre ellos el de Venezuela y Argentina.
Ahora, se muestra alineada a los regímenes derechistas que intentan derrocar al presidente venezolano Nicolás Maduro, como ocurrió en su propio país en 1973 contra el socialista Salvador Allende, tampoco abre negociaciones con Bolivia para darle una legítima salida al mar a esa nación vecina y, por el contrario, asume posiciones belicistas.
Ello aísla a su gobierno en el contexto de América Latina y de otros continentes que simpatizan con la justa demanda boliviana.
Muchos en Chile consideran que poco cambiará en el espectro nacional con el cambio de gobierno si gana la derecha, pues, al final, la evidente tibieza de la que fuera una luchadora revolucionaria no se desliga del sistema capitalista que le deja más penas que glorias como gobernante en su segunda ronda en La Moneda.
La base estructural de Chile es la misma existente al término de la dictadura, con la misma Constitución Nacional, apenas retocada.
La derecha ocupa los más importantes espacios políticos y económicos de la nación, y la coalición Concertación, primero, y Nueva Mayoría, después, que puso en la cima a Bachelet, en cierta medida legitimó, consolidó, y perfeccionó las bases implantadas por un sistema donde persiste la desigualdad social, la represión y la entrega del país a los grandes capitales.
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