Por fin el treinta de noviembre arrancó en un París todavía choqueado por los atentados terroristas de días atrás la tan esperada Cumbre sobre Medio Ambiente, calificada por algunos expertos –y no sin razón- como la última oportunidad para evitar una catástrofe ecológica a escala planetaria.
Y no se trata de un eufemismo o un criterio sin sustento, por el contrario.
Como se ha dicho más de una vez, desde la década de los setenta del pasado siglo –hace unos cuatro decenios y medio- nuestro hogar común perdió la capacidad de regenerarse frente a las agresiones al entorno provocadas por la actividad humana, la mar de las veces asociada a las prácticas depredadoras de sistemas socioeconómicos basados en la explotación desmedida de recursos para favorecer a grupos minoritarios apegados al poder y la opulencia.
Lo apuntaba precisamente el mandatario boliviano, Evo Morales, el día inaugural de la actual cita parisina, al advertir que el capitalismo ha sido el mayor depredador de la naturaleza y el más acérrimo enemigo de la Madre Tierra, el principal ente divinizado por los pueblos originarios de muchas partes del orbe, verdaderos artífices de la armonía entre la raza humana y su entorno.
Y ciertamente, más allá de los discursos y pareceres públicos de quienes encabezan a los rapaces Estados capitalistas en torno al logro en París de acuerdos vinculantes que detengan la destrucción del hábitat, habría que ver hasta donde esos propios gobiernos pueden ciertamente detener las ávidas manos de aquellos grupos privilegiados que acumulan los recursos económicos y financieros claves, y que hasta hoy no parecen comprender que a la hora de la debacle ecológica global no valen arcas llenas para capear el definitivo diluvio.
Gente que no solo ha hecho trizas su entorno más inmediato, sino que ha sembrado la polución en lares ajenos mediante el saqueo y abuso con respecto a las riquezas energéticas, forestales, acuíferas o de biodiversidad de otras naciones, incluso con el uso del despojo violento, causante de daños multiplicados.
Una actitud irresponsable y brutal que no debería quedar impune en lo adelante, por lo cual el presidente de Ecuador, Rafael Correa, propuso al amplio plenario la creación de un Tribunal Medioambiental Internacional que juzgue y castigue a los culpables de agredir a la naturaleza.
Es incongruente –destacó el líder sudamericano- que existan cortes y paneles jurídicos que exijan responsabilidad y promuevan sanciones contra las naciones impedidas de pagar sus deudas financieras, y que mientras tanto queden a su libre albedrío aquellos que propician premeditadamente la debacle ecológica mundial.
De manera que enfrentar a esos poderosos intereses y evitar que la demagogia paralice y disfrace tan importante batalla política, resulta para la Cumbre ambiental un tema sencillamente crucial e inalienable.
Otro aspecto que también demanda quebrar las añejas reticencias y egoísmos de los poderosos, se refiere al logro de admitir de una vez la responsabilidad asimétrica que cabe a las diferentes naciones del orbe con respecto al elevado grado de contaminación que enfrenta el planeta, y que podría producir la tan temida elevación de la temperatura mundial en dos grados con su anunciada secuela de violentas alteraciones en el hábitat.
Y si a ello se suma además el empeño por la materialización de una contribución de no menos de cien mil millones de dólares anuales por las economías más ricas para apoyar la labor medioambiental de los países subdesarrollados, entonces podría hablarse de que París valió la pena.
Por el momento, y mientras llega el fin de la Cumbre el cercano once de diciembre, vale la alerta a los luchadores mundiales por el cuidado de la naturaleza, de manera que los estadistas presentes en la capital francesa confirmen que estamos en una batalla que es amplia, abarcadora, y para nada limitada a las grandes salones rodeados de excepcionales medidas de seguridad.
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