La masacre perpetrada recientemente en el barrio de Jacarezinho, Rio de Janeiro, en que fueron asesinados 27 moradores jóvenes de esa comunidad, refleja visiblemente el carácter de extrema derecha del actual gobierno que ha dado carta blanca para que las diversas policías(Militar, Civil y Federal) ocupen a sangre y fuego las áreas pobres de las principales ciudades de Brasil.
Las declaraciones del vicepresidente de la República, Hamilton Mourão, fueron el corolario de la visión prejuiciosa y maligna que tienen las autoridades sobre las personas que habitan en los territorios más carentes. Ante la consulta sobre el número excesivo de fallecidos entre la población civil que dejó el operativo de la Policía Civil, el general
Mourão sintetizó en una frase simple y brutal su opinión sobre la secuela de muertes que dejó la acción policial:
“Son todos bandidos”. Para él poco importaba el estatus jurídico de los jóvenes ultimados, porque al final no eran más que pobres y con eso basta para justificar la matanza. “La policía no mata sola. Este es un tipo de discurso que legitima la barbarie y la violencia policial”, afirmó luego de conocer estas afirmaciones, el abogado Joel Luiz Costa, coordinador del Instituto de Defensa de la Población Negra.
En los hechos,actualmente existe escasa regulación sobre el comportamiento abusivo de los organismos encargados de velar por la Seguridad Ciudadana, transformándose en una especie de cuerpo autonomizado del brazo represivo del Estado, con poco o ningún control por parte de las instituciones que conformarían el llamado Estado Democrático de Derecho.
Sin que operen efectivamente los límites y restricciones institucionales establecidas por la Constitución de 1988, las policías usan y abusan de una violencia arbitraria orientada a aniquilar principalmente a los segmentos más vulnerables del país, sobre todo a los hombres jóvenes, negros y pobres que habitan en esas comunidades más carenciadas o favelas. En el año 2019 fueron más 47 mil muertes violentas en el país, de las cuales 74 por ciento correspondieron a población negra y en que más del 50 por ciento tenían entre 15 y 29 años.
En rigor, las llamadas fuerzas del orden actúan con total impunidad debido a la postura contemplativa de una “política de exterminio” que ha sido avalada por los agentes del Estado, comandantes militares, ministros y subsecretarios, gobernadores, alcaldes, miembros del poder judicial y, también, una parte de los electores influidos por el discurso de odio y de criminalización de los pobres que ha sido difundido hasta el cansancio en los últimos años por autoridades y medios de comunicación. Esta masacre refleja, en síntesis, lo que una parte de la sociedad entiende como la solución para los problemas de seguridad pública: “Bandido bueno es bandido muerto”.
Max Weber concibió al Estado burocrático moderno como aquella entidad que posee la legitimidad para detentar el monopolio del uso de la fuerza o la violencia física dentro de los límites de determinado territorio. Es decir, dicho Estado consistiría en el establecimiento de una relación de dominación de un ente superior sobre el conjunto delos ciudadanos, fundado en el instrumento que le otorga la legitimidad del uso de la violencia bajo la aceptación de quienes se someten a esa autoridad reivindicada por los agentes dominadores emplazados en el Estado y sus aparatos de coerción.
Pero esta legitimidad otorgada por las personas al Estado y sus instituciones se vería afectada seriamente cuando ciertas instituciones de su estructura actúan con una autonomía transgresora de las reglas del juego definidas y compartidas en las democracias modernas. La utilización desmedida de la fuerza hiere y flagela el cuerpo social que se rebela tarde o temprano contra la arbitrariedad y el abuso, como ha sucedido históricamente en las luchas de las poblaciones contra los regímenes autoritarios o dictatoriales.
Exceptuando el caso de las sociedades tremendamente controladas -o como en las distopías literarias al estilo de 1984 de George Orwell o Un mundo feliz de Aldous Huxley- la tendencia es que las personas lleguen al hartazgo de las políticas represivas y se organicen para combatir la tiranía y la opresión.No obstante, hay que reconocer que la masiva adhesión al régimen nazista o al propio fascismo en tiempos de Mussolini son temas que continúan intrigando a los cientistas sociales que se inspiran en las categorías o tipos ideales weberianos para interpretar la cuestión de la legitimidad detentada por la autoridad.
Fuera de estas consideraciones más generales, lo que se puede observar en el caso brasileño es la utilización de una fuerza predatoria para combatir la pobreza instalada en determinados territorios. La Policía y también las Milicias -que son integradas por militares, policías en actividad y ex policías-, se han erigido en una fuerza criminal dentro del Estado con fuertes vinculaciones con la clase política: diputados, alcaldes, concejales y otros agentes del poder local.
Las milicias se consolidaron en las grandes ciudades y representan la mano del terror del Estado sumergida en la ilegalidad y en la impunidad. Fue avanzado en los territorios dominados por el tráfico hasta llegar a las Asambleas Legislativas de cada Estado de la Federación e instalarse finalmente en el Congreso y el Poder Ejecutivo, ahora con la anuencia y el apoyo indesmentible de la familia Bolsonaro. Son responsables de numerosos crímenes que los Tribunales de Justicia ignoran, desconsideran y descartan por cobardía o conveniencia.
Estas milicias funcionan en los intersticios de un Estado omiso que mantiene la lógica de ocupación del territorio para actividades delictivas y el control sobre un conjunto de actividades importantes en el quehacer cotidiano, que van desde el transporte urbano, la distribución de gas,la señal del cable, etc.que pasa también por la oferta de protección a los comerciantes y llega finalmente hasta la supremacíaen el mercado de armas y drogas. Es una red cada vez más extensa que interviene actualmente en más del 60 por ciento de las operaciones criminales que existen entre las casi 700 favelas existentes en la metrópoli carioca.
La favela de Jacarezinho es un espacio dominado por el Comando Vermelho (CV) y por eso fue necesario realizar esta operación de “limpieza” para dejar el terreno despejado para la instalación posterior de las milicias. Situada en una región estratégica de la zona norte de Río, en esta comunidad habitan aproximadamente 40 mil personas que luchan diariamente para sobrevivir en el contexto de la pandemia. La mayoría de las familias de esta parte de la ciudad, ha sufrido en carne propia los efectos del desempleo y la precarización del trabajo que se ha profundizado desde el inicio de las restricciones y las cuarentenas decurrentes del avance de este flagelo que afecta a todo el planeta.
Jacarezinho, como otras favelas emblemáticas de Río de Janeiro (Rosinha, Santa Marta, Complexo do Alemão, Maré, Vidigal, Turano, etc.) han venido experimentando desde hace muchos años la violencia devastadora del Estado brasileño, como se encuentra demostrado en numerosos estudios e informes elaborados por instituciones de Derechos Humanos y por el propio Ministerio Público a través de la Procuraduría del Gobierno Estadual.
En una investigación realizada por especialistas de la Universidad Federal Fluminense (UFF), en que analizaron 11.323 operaciones efectuadas por las Policías en el Estado de Río de Janeiro en los últimos 15 años, se concluye que, considerando el número de muertos, heridos, detenidos y decomiso de drogas y armas, la mayor parte de dichas incursiones (85 por ciento) fueron completamente ineficientes en el combate al crimen organizado. Y muchas de ellas tuvieron un resultado desastroso sobre los habitantes, con numerosas muertes por causa de balas perdidas o como consecuencia de disparos efectuados por las fuerzas policiales.
En lo que sin duda estas operaciones han sido exitosas es en la difusión del miedo entre los habitantes de las comunidades pobres del país, que cotidianamente ven sus vidas devastadas por el exceso de violencia que termina en la muerte de muchos inocentes y que coarta sus necesidades de circular libremente por el territorio, ejercer sus derechos en plenitud y llevar una existencia digna. El Estado ha operado durante décadas con desprecio por los barrios pobres, ayudando a reproducir la violencia y la marginalidad, para luego penalizar y reprimir las estrategias de supervivencia que emergen desde la propia población.
La penalización funciona como un mecanismo que busca invisibilizar los problemas sociales que existen entre los sectores carentes y que el Estado no enfrenta con políticas sociales sino con mayor represión y exclusión. Como señala acertadamente Loïc Wacquant en su libro Castigar a los pobres: “La cárcel actúa como un contenedor judicial donde se arrojan los desechos humanos de la sociedad de mercado”.
Cárcel y asesinato, esas son las políticas “emprendidas” por el actual régimen neofascista para mantener sometidos a los pobres, para diseminar el miedo entre los habitantes de la periferia y para domesticar y subyugar la mano de obra que producen las favelas. Si no es a través de los organismos “legitimados” por la institucionalidad democrática, lo es a través de aparatos extra institucionales que cuentan con el beneplácito y la complicidad del gobierno.
El asesinato sumario de algunos de estos jóvenes (ejecutados con tiros en la cabeza luego de su rendición) refleja no solo el desprecio por los pobres y negros, sino que también expresa la completa banalización de la muerte. En un país donde gobierna la necropolítica, la pérdida de algunas vidas de “bandidos” no tiene ninguna importancia si comparados con los más de 420 mil fallecidos que existen a causa del Coronavirus. La tragedia brasileña se tiene que acabar para un sector mayoritario de la población –como los habitantes de Jacarezinho- que no soporta más sufrir tanta indiferencia y abandono. Sin embargo, las instituciones continúan dando soporte a una administración que parece que tiene como horizonte terminar con cualquier garantía democrática para imponer definitivamente un régimen de carácter autoritario, que perpetúe los privilegios y las desigualdades entre los brasileños.
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