El reciente alto el fuego forjado en Gaza, una paz lograda “por la fuerza” como presume el propio Donald Trump, entre el gobierno ultraderechista de Benjamín Netanyahu y el movimiento de resistencia palestino Hamas, no es un punto final, sino un epílogo provisional cargado de interrogantes. De este armisticio forzado pueden emerger innumerables variantes en el ya tradicional conflicto palestino-israelí.
Para muchos, los palestinos, traicionados por todos y hasta por ellos mismos, han firmado un Pacto del Zanjón al aceptar este tratado auspiciado por el presidente norteamericano. Es la misma potencia que, mientras proclama buscar la paz, inunda de armas al ente sionista para garantizar su supervivencia y superioridad militar. Una contradicción que no pasa desapercibida y mancha de cinismo cualquier logro.
Antes de cualquier celebración, es imperativo recordar el abismal precio pagado por el pueblo gazatí. Las cifras, que superan cualquier noción de proporcionalidad, hablan de una herida generacional: 67.173 mártires, entre ellos 20.179 niños, 10.427 mujeres y 4.813 ancianos, y 169.780 heridos que conforman un paisaje de dolor masivo. Esta carnicería no solo se llevó vidas, sino que destruyó futuros, dejando tras de sí 56.600 niños huérfanos y 268.000 viviendas reducidas a escombros, convirtiendo barrios enteros en cementerios de concreto y memorias. El ataque sistemático a la educación, con 668 escuelas bombardeadas, 13.500 estudiantes y profesores asesinados y 785.000 personas privadas de su derecho a aprender, no fue un daño colateral; fue un crimen contra la mente y el alma de Gaza, una amputación deliberada de su porvenir.
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Mientras la guerra se libraba con bombas, un asedio más silencioso y perverso estrangulaba cualquier posibilidad de supervivencia. Durante 220 días, el bloqueo de alimentos y medicinas convirtió la hambruna en un arma y la enfermedad en una sentencia. Se documentaron 128 ataques a convoyes de ayuda humanitaria, impidiendo deliberadamente el auxilio a una población al borde del abismo, con 40.000 niños en riesgo inminente de morir por inanición. Paralelamente, el sistema sanitario fue desmantelado a sangre y fuego: 1.701 miembros del personal médico fueron asesinados y 25 de los 38 hospitales de Gaza fueron destruidos o dejados fuera de servicio. Privar a una población de pan, de medicinas y de la posibilidad de ser curada no es un acto de guerra; es una política de muerte.
Frente a esta atrocidad de dimensiones históricas, la responsabilidad de actuar recae ahora de manera inexcusable sobre la Corte Internacional de Justicia. No basta con documentar los crímenes; se debe llevar ante la justicia a sus máximos arquitectos. Es imperativo que el Primer Ministro Benjamín Netanyahu, y todos aquellos en la cadena de mando que autorizaron y ejecutaron esta política de destrucción, comparezcan ante un tribunal para responder por cargos de genocidio, crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad. La justicia universal no puede ser un principio selectivo.
Precisamente en este punto, los supuestos esfuerzos de "paz" de Donald Trump operan como un obstáculo frontal a la rendición de cuentas. Su historial es claro: durante su mandato, retiró a Estados Unidos de jurisdicciones internacionales y amenazó con sanciones a la Corte Penal Internacional. Cualquier iniciativa suya que pretenda mediar en Gaza, sin mencionar la justicia para las víctimas, debe verse con escepticismo. No es paz lo que promueve, sino la impunidad. Al intentar blindar a los responsables israelíes de cualquier consecuencia legal, Trump no construye una paz duradera; simplemente está negociando un salvoconducto para los arquitectos de esta tragedia.
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Y, sin embargo, ¿quién podría oponerse a que, por fin, callen los cañones y las tropas israelíes se retiren de las ciudades gazatíes, reducidas a escombros? Es imposible, y sería inhumano, sentir indiferencia ante la posibilidad de que cese el asesinato de niños y mujeres, algo que, por desgracia, ni siquiera este pacto ha garantizado por completo.
Pero es lícito y urgente preguntarse: ¿por qué esta paz, y por qué ahora?
La respuesta parece transparentarse en la desesperación de un Trump que ansiaba, en esta temporada, el nombramiento como Premio Nobel de la Paz. No sucedió. Tuvo que engullir la amarga píldora de ver el galardón en manos de una beligerante figura vinculada a la oposición antichavista venezolana, María Corina Machado. A pesar de su conocida aversión a las derrotas, Trump decidió no montar en cólera públicamente por esta afrenta.
Al final, ha logrado su objetivo táctico: los bombardeos ejecutados durante meses con almas y suministros made in USA, al menos se reducen. Y con ello, atenúa el goteo de imágenes insoportables de niños muertos que, a pesar de los innumerables periodistas asesinados por el ejército sionista, llegan a nuestras pantallas para removernos la conciencia.
Trump ha decidido parar esta guerra en el momento más conveniente para él y para Israel. Tiene ahora una idea bastante clara de que el eje de la resistencia ha quedado considerablemente disminuido, y es verdad. Los dos años de conflicto desencadenados tras las acciones de la resistencia palestina el 7 de octubre de 2023, dieron carta blanca a Netanyahu para desatar toda su furia no solo contra Gaza, sino contra Líbano, Siria e Irán. Lo hizo con un nivel de crueldad tal que ha logrado lo impensable: fracturar el apoyo tradicional e inquebrantable que dentro de la propia sociedad estadounidense acompañaba al Estado israelí.
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Trump ha parado la guerra justo cuando ya no era posible esconder ni un minuto más la carnicería perpetrada por su principal aliado. Sin su presión sobre ese amigo incondicional, Netanyahu probablemente hubiera continuado la masacre durante meses. Es una paradoja histórica: Trump detiene la guerra que Estados Unidos comenzó y apoyó logística y técnicamente en todo momento, no solo desde su actual gobierno republicano, sino desde el anterior gobierno demócrata de Joe Biden, autodeclarado sionista.
La matanza ha sido de proporciones incalculables. Y, sin embargo, en un giro casi shakespeariano, hemos visto al presidente norteamericano llegar hasta el parlamento israelí para pedir al presidente de ese país que perdone a Netanyahu por sus acusaciones legales, la principal razón que mantenía al primer ministro aferrado a la guerra como tabla de salvación política.
Mientras, otros actores quedan en evidencia. Algunos estados del Golfo, a pesar de su supuesto protagonismo en la búsqueda de paz, han quedado mal parados por su frío apoyo a la causa palestina y su tolerancia sin límites ante la crueldad israelí con sus supuestos hermanos.
Y en el centro de todo, la unidad palestina es otro tema a analizar. ¿Cuánto queda de aquella gran causa unificada bajo Yaser Arafat? ¿Y cuánto queda de aquellos estados árabes para los cuales la liberación de Palestina constituía el pilar central de su política exterior?
Hoy se intercambian rehenes por prisioneros. Veremos cuántos de esos prisioneros palestinos quedarán vivos en dos o tres años, y si Israel, como es tradición, no sale a cazarlos después con drones y asesinatos selectivos. Me pregunto si el presidente Donald Trump habrá tomado en cuenta este macabro historial en su plan de paz.
La sola presencia de Jared Kushner en la comisión negociadora hace temer lo peor: que el presidente de Estados Unidos no ha renunciado del todo a su visionaria idea de convertir el emplazamiento palestino en Gaza en un destino turístico y un paraíso para el desarrollo inmobiliario. Las próximas semanas serán elocuentes al respecto.
Si en dos o tres días paran los cañonazos y paran las muertes de palestinos a manos del ejército israelí, respiraré aliviado, pero no dejaré de estar preocupado por una causa tan justa como esta.
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Ha llegado la paz, pero eso no garantiza que haya un Estado palestino. Ha llegado la paz, pero eso no garantiza que haya llegado la justicia. Y sin justicia, cualquier paz no es más que un frágil armisticio, una tregua temporal antes de la próxima masacre.
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