Con el jubileo del aniversario veintiuno del programa televisivo La danza eterna, recuerdo cuando en 2020 la presidencia del ICRT le otorgó (junto a De cierta manera, El espectador crítico, espacios de exquisita factura, propósito y realización) el reconocimiento a los mejores programas de televisión cubana; en aquel momento Ahmed Piñeiro Fernández, guionista, conductor y artífice de La danza eterna, dedicaba el premio a Alicia Alonso, perenne inspiración del espacio.
Y sí, es imposible desligar los vínculos entre Alicia, la Danza y Ahmed, entre ellos, nuestra televisión ha podido sistematizar una labor invaluable en la apreciación del quehacer dancístico hecho en Cuba y en gran parte del mundo en estos veinte años más recientes. Ahmed, como Alejo Carpentier, es un balletómano confeso. Como el autor de La consagración de la primavera, Piñeiro Fernández ha tejido con ocupación minuciosa, donde historia, leyenda y emergencia crítica sitúan al ballet y a la danza al alcance de todas y todos.
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Con La danza eterna baila quien conecta su latido con el estremecer del mundo, con ese ritmo otro y también propio que se hace presente al estar frente a la pantalla del televisor. Danza quien quiere atrapar el suelo, dándole otra lectura, re-significando su expectación del sujeto danzante y del objeto que lo hace bailar.
En estos veinte años, hemos construido un modo de participación activa en los repertorios, formas poéticas y figuras conocidas y desconocidas, dejándonos configurar una manera puntual y plural para ver y sentir la danza como quien la vuelve recuerdo y deseo, instante y eternidad.
Cada noche de domingo, tal vez como sin querer queriendo, hemos aprendido cómo el ballet más académico y la danza toda pueden ser acontecimiento que conserva y actualiza una memoria danzaria y cultural, en la que además de mirar qué y quién hace, viene siendo creciente explorar la importancia del cómo hacer. Y si bien, Ahmed en la selección de los materiales a presentar es obvio que sigue un ejercicio jerárquico de elección y criterio fundado (homenajes, efemérides, momentos circunstanciales, etc.), el programa evita el didactismo per se, el abanderado juicio crítico o una marcada intencionalidad situacional de la danza respecto al contexto de realización y estado del arte de la manifestación. Desde esta perspectiva, creo que el alcance como producto televisual y records de preferencia del público común y familiar, le ha otorgado al espacio un relevante cariño popular.
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Pero, de manera paralela, la feliz celebración del aniversario veintiuno de La danza eterna (estimando el propio título del programa), mueven otras zonas analíticas de atención, tal vez para debates futuros. Aun así, volver hoy sobre el rol de la tecnología (desde la televisión, el cine o el video como registros primarios hasta las más noveles mediaciones tecnológicas donde danza, cuerpo, movimiento, imagen, etc., vienen promoviendo otros campos de estudio del fenómeno), es pertinente a dos décadas de instaurado La danza eterna como instancia formadora de capacidades apreciativas de los públicos entre nosotros, aquí donde el ballet en gran medida y otras modalidades de danzar, en menor cuantía, gozan de un gusto público singular.
Es sabido, bailando se construye comunidad; en ella, en sus generalidades, asociaciones e identidades, en una primera instancia, los sujetos bailan para estar juntos, para compartir, para “être ensemble”. Más adelante, en sus entendimientos espectaculares, escénicos, la danza se erige discurso entretejiendo las razones de coreógrafas y coreógrafos con sus danzantes, temas, obsesiones y hasta etcéteras.
En ambas franjas se baila la alegría y se baila el desasosiego, incluso la muerte se danza, porque bailar es convertirse en otro. Danzar es enmascararse y descubrirse, es trascender el cuerpo tecnificado y también el cuerpo común. Se danza con el tiempo y a destiempo, en canon, en contrapunto, al unísono y desacorde.
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Hay quienes se aferran al ritmo, al acoplamiento y también a la unión multivocal o al solo. Hay quienes se suspenden, como embelesados por el poder maquinal de la técnica corporal y olvidan que ella debe invariantemente convertirse en poesía, en lenguaje expandido donde cuerpo y espacio no solo describen y presentan; donde generar y transformar los aconteceres de la imagen es fundamental. Hay quienes insisten que la performance pasa en el momento de su aquí y ahora, como si “eso” no pasara o quizás sucediera muy deprisa, mientras el cuerpo se mueve y acciona, como queriendo darle sentido al acto de este tiempo en que vivimos, siendo único e irrepetible.
De todo ha habido en La danza eterna, desde nuestra Alicia única y ejemplar hasta lo más distante cultural y espectacularmente concebido. Mucho bueno y necesario en tanto comprensión de la danza en su habitar un mundo que baila, hasta lo más anverso de la otra cara de la moneda. De Cuba al mundo y de un mundo mundial que penetra en lo ajeno y propio de nuestros modos amantes de “la danza”.
En estos ya transcurridos veinte años, con Ahmed (incluso, trípode y cámara en mano), el registro del día a día de la danza cubana o internacional ha sido compendio de las emisiones de La danza eterna, de lo mucho expuesto, develado, socializado, compartido en novedad, archivo y retrospectiva.
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Documentación decisiva para ordenar cuánto se produce en nuestros escenarios, salones de clases, festivales, temporadas; cuánto testimonio hay para comprender lo diverso y difícil que pudiera acumular el arte del ballet y de la danza toda en esta comarca. Y como asegura el colega y amigo Andrés D. Abreu, en sus desvelos investigativos sobre las paradojas entre una pantalla escenográfica, un danzar para la pantalla y la pantalla como un otro plano escénico donde danzar en la era de la e-imagen, es urgente la caracterización y salvaguarda de ese patrimonio real y actual que poseemos.
Creería, en principio, que es ocupación responsable de las y los hacedores de la danza tratar de documentar su hacer, no como mera banalidad contable de lo hecho, sino como bitácora narrante de sus producciones simbólicas y el lugar que ellas ocupan en el mundo. Incluso, cuando el registro mediado por el artefacto tecnológico pudiera pensarse como “no ser” danza.
La danza eterna, en su afán de difundir la cultura coreográfica cubana y universal se ha enmarcado más en los autores, personalidades, escuelas y repertorios de la llamada danza académica, hecho entendible no solo por los propósitos fundacionales y posibles distinciones del programa, sino porque este terreno es quien más atención le ha prestado a la calidad de sus registros como productos en sí y no como captaciones “domésticas”. De ahí que reclamemos hoy un trabajo en alianza entre hacedores de la danza y realizadores audiovisuales. Sin dejar de reconocer que acá, en los últimos quince años al presente ya hemos avanzado en este sentido, tenemos productos que gozan de calidad para circular en televisoras y espacios multimediales en muchos sitios del mundo.
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La historia de las relaciones de la danza como unidad productora de sentidos en sí misma que traza correlatos cinematográficos, videográficos, multimedia, digitalización y en el cyberspace, es ya larga. Y en esas correspondencias discursivas, atender a la reflexión que provoca, por ejemplo, la primera filmación que hicieran los hermanos Lumière de Danse Serpentine, de Loïe Fuller en 1896, sobre el encuentro concreto y conceptual entre la danza moderna y el cine como expresiones artísticas en sus inicios. Al decir de Marie Bardet, la importancia de regresar al problema clásico de la tensión entre imágenes y movimiento, para analizar la paradoja no circunscrita a la elemental oposición entre fijeza de la imagen y dinamismo del movimiento, sino en las experiencias de hacer imagen y hacer movimiento en el tránsito problémico del siglo XIX al XX, es invitación permanente.
Hoy por hoy, en este 21 cumpleaños me parece importante expandir la celebración a la cavilación que va más allá de la danza que se presenta como un simple registro en la televisión. La presentación de esas experiencias tecno-estéticas entre cine y danza, entre danza y video, entre danza y nuevas tecnologías, pudieran ser (visibles o no) atendibles problemáticas filosóficas, teóricas, funcionales y expresivas de la danza en TV, innegable hecho que, al interior de los grandes medios de comunicación, se vuelven “nuevos” paradigmas visuales que inciden sobre las formas de percepción de la realidad.
Termómetro de una época en la que el cine cristianizócomo el lenguaje artístico dominante, a otra donde la televisión, el vídeo y las comunicaciones digitales son sistemas que reconstruyen un nuevo canon estético asentado en la apariencia de la inmediatez, el ritmo performativo, fragmentario, y en la presencia cada vez más determinante del receptor ante múltiples pantallas.
Al presente, nos queda claro que se baila, “porque la vida no basta”. Por la necesidad de sentirnos en el mundo que habitamos. Porque habitar es danzar la multiplicidad de la existencia. Y aquí en esta tierra dada a la danza y a la televisión, dada a las pantallas como prolongación de nuestros cuerpos danzantes, hay que seguir trazando nexos cooperativos entre el cuerpo, la danza, la imagen y todos los medios posibles de “retención”, captación, registro e invención de sus haceres poéticos. El propio movimiento generado en Cuba a partir del proyecto “Tecnologías Que Danzan”, el mismo “Festival DVD Danza Habana Movimiento y Ciudad”; en los importantes registros cinematográficos del ICAIC; en la memoria del otrora Festival de Video Diana Alfonso que creara el coreógrafo Narciso Medina, entre otras experiencias aisladas a lo largo de la Isla, está la génesis de colaboraciones oportunas para seguir habitando un mundo que baila.
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