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sábado, 23 de noviembre de 2024

Instituciones y buenas intenciones no son suficientes

La política cultural tiene que expresar la complejidad y la riqueza de su momento….

Mauricio Escuela Orozco en Exclusivo 27/06/2024
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Casa de cultura-Jibara
Más que un espacio, más que una casa de cultura o una institución, el ser humano busca su propio sentido y de eso se trata.

La programación cultural de Cuba es ahora mismo un tema a debate. Se habla sobre la posibilidad de un consumo que no esté ligado a las maneras alienantes que priman en determinada producción de sentido del mercado. Y aunque es loable que tengamos en cuenta la posibilidad de dicho escenario, a eso no se llega solo con la voluntad ni a partir de enunciados. Se sabe que el nuevo género del reparto posee piezas a todas luces censurables a partir de la apología a la violencia y de la carencia de sentido de letras que no conducen ni a la socialización ni a un territorio en común en el cual confluyan la recreación y la cultura. Y es que el consumo de masas en el mundo se refiere a esas zonas de lo simbólico donde siempre será difícil establecer horcones de sentido que respeten elementos puntuales de la urbanidad y la decencia. Pero en medio de todo eso, ¿cómo fomentar una producción de sentido en la cual no solo se haga de manera sana aquella recreación necesaria, sino que no se produzcan sucesos fuera de control y a todas luces dañinos? El debate es mucho más amplio que eso.

 

En ese panorama las casas de cultura son un espacio que requieren de una revitalización pues han perdido su lugar como el centro de la comunidad y de todo su accionar. Lo que antes era un movimiento genuino que mezclaba la diversión con el acercamiento a las artes, ahora se trata de conflictos en torno a cómo legitimar determinada producción de sentido sin que ello afecte el común del objeto social en esas instituciones. Y es que con el crecimiento de los espacios privados y de los negocios que se desatan en las nuevas formas de gestión, se da una diferencia entre lo estatal y lo individual y lo grupal y allí se intercambian nociones culturales, elementos del consumo, pensamientos generacionales y formas de entender el mundo. Las casas de cultura pudieran ser el instrumento que aglutine y logre de alguna manera una especie de mixtura entre esos escenarios, pero para eso tienen que renovar su proyección en la comunidad y poseer un peso específico en las programaciones. Con las exigencias de los públicos de hoy y el precio del acceso a la recreación, urgen más que nunca alternativas que a la vez que sean divertidas se despeguen de las lógicas de colonización que tienden a ver en lo externo, en lo ajeno y en lo foráneo lo bueno y en lo propio aquello que es deleznable. Esa fascinación, ese deslumbramiento tiene que ver con la construcción del sentido del mundo y están atravesados por maneras de pensar la sociedad ideológicamente. Por ello no solo la urgencia, sino la vitalidad de que la cultura cumpla con las funciones del concepto de hegemonía que dieran los filósofos marxistas.

Esa dualidad de la cultura como un producto de las relaciones de materialidad, pero a la vez como determinante en dichas relaciones; hace que lo político se vea impactado y que se generen sucesos en el orden interno que luego no responden a la construcción social que pretenden las instituciones. Por muy buenas intenciones que posea el camino al infierno, en realidad pervive infestado de demonios. Las casas de cultura, en su crisis, son un espacio en el cual en su momento estuvo el pensamiento erosivo de las formas de consumo en debate. Ya hoy ese sujeto institucional, vaciado casi siempre de sentido, cumple apenas con una función formal y de empleo en muchas comunidades del país y no responde a las necesidades de formación de los públicos. Con cátedras que están descapitalizadas o que carecen de actualización en sus contenidos y métodos de pedagogía, con el poco acceso a maneras de entender la cultura de una forma no dogmática ni cerrada; estas instituciones en muchas ocasiones duermen un sueño peligroso en el cual otros les roban el protagonismo. Porque hoy, cuando un muchacho tiene inquietudes debería acudir a las cátedras de canto o de teatro o de literatura; sin embargo, el espacio de legitimación que está hallando no es ese. En esos intersticios de la construcción política se pierden los significantes y se coloca en peligro el sentido de la totalidad, cosa que luego no es fácil retomar.

 

Pero más que las casas de cultura lo que tiene que preocuparnos es lo comunitario como espacio de socialización y las ideas que allí existen como hegemónicas. Hoy cuando usted coge un coche o va en una guagua lo que se debate, lo que está en el candelero no solo es polémico, sino que en ocasiones responde a lo que Heidegger llamaría el universo de lo dicho o sea esa parte del discurso donde usted no piensa, sino que es pensado, donde usted no dice, sino que es dicho. Haciendo más simple nuestra línea de análisis, las personas asumen como propio un conjunto de significantes y ese es el marco común para la socialización y la aceptación grupal. Estamos hablando de aquello que se refiere desde los temas más domésticos hasta los que están en la superestructura y que descansan en la construcción de lo político. Todo posee, como es lógico, un correlato en la pragmática de los tiempos y en la funcionabilidad de las instituciones como herramientas que expresan un estado de cosas. Entonces el debate no debería ser si hay que salvar o no las casas de cultura, sino si a partir de que existan se está estableciendo un marco a partir del cual revertir los resultados de la cultura y su política de enseñanza y difusión en la sociedad. Eso es algo que tendría en cuenta la dualidad de la dimensión simbólica del hombre y su impacto en la conducta, en la creación de patrones y en el establecimiento de una ética práctica.

 

Cualquiera que haga una lectura sobre los eventos que se han dado en Cuba en los últimos meses va a dar con la realidad de que requerimos que las instituciones tomen protagonismo no solo como alternativas sino como las creadoras de sentido por excelencia entre la juventud. Solo con medidas de coerción en torno al tipo de música y a las maneras de consumirla no se va a lograr lo que se busca que es la transformación en el acercamiento crítico al sentido del mundo. Parecerá muy filosófico el enunciado, pero posee una pragmática con asideros reales en lo más concreto de la existencia. Y es que el pensamiento que es realista tiene que estar embarrado en lo social, no puede distanciarse de los procesos complejos en los cuales no solo hay alta cultura y sociedad de clases, sino personas desclasadas, sin opciones, en la pobreza o en el marco de precariedades que conducen a maneras de pensamiento para nada edificantes. A eso estamos abocados como sociedad que entiende la descolonización no solo como un tema de academias sino de índole política.

 

Porque lo que hay que incorporar en la Cuba de hoy, además de la influencia siempre inevitable de la globalización, es cómo las personas con menos recursos construyen su expectativa de vida y cuáles son esos horizontes. Y hay que analizar eso no para coartar la creación, sino para entenderla, ya que la política cultural se asesora, pero ni se ordena ni se conduce. Hay que tener en cuenta las sutilezas de ese proceso, para no caer en simplicidades que lejos de legitimar a las instituciones las conviertan en la tumba de su propio sentido como aglutinadoras de talento o de futuros artistas.

 

Los sucesos no pueden ser interpretados a partir de sesgos cerrados ni que conduzcan a prohibir, sino que en la nueva sociedad hay que darles a las personas la posibilidad de influir en sí mismas desde la cultura y hacer que la dualidad de lo simbólico, lejos de constituir un mecanismo ajeno y puesto en una hipóstasis, se dé con toda su complejidad en el interior de las comunidades y de los seres humanos en todo ese empuje creador y original que poseen. Esa es la verdadera política cultural, la que no se detiene en lo inmediato y que es capaz de trazar lo más alejado e incluso impensable, como lo son las posibilidades de un mundo mejor. Por duro que parezca, por enrevesado que se antoje, el camino del hombre y de la mujer emancipados siempre pasará por la elección de la complejidad que anida en sí mismos y no por el dejar las elecciones de sentido y la construcción política en manos del mercado.

 

Más que un espacio, más que una casa de cultura o una institución, el ser humano busca su propio sentido y de eso se trata.


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Mauricio Escuela Orozco

Periodista de profesión, escritor por instinto, defensor de la cultura por vocación


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