Transcurre 1999 y una noticia cae como una bomba en el mundo farandulero español, cuando la famosísima actriz, cantante y presentadora Marujita Díaz –quien entonces cuenta con 68 años– regresa de un viaje a Cuba.
“¡Marujita ha perdido la cabeza por un jovencito cubano!”, grita alguien dado a la chismografía.
Mientras, esa preciosura que llamaron Sarita Montiel –muy amiga de Marujita– dice en un susurro: “Si ella tiene un cubanito, ¡yo tendré el mío también!”. Y cumple su palabra tres años después.
Pero, ¿cómo olvidar que el rey-sabio Salomón dijo: “No hay nada nuevo bajo el sol”?
Y el interés de eminentes damas ibéricas por varones nacidos en la Grandísima Antilla no data de unos pocos años, pues, como enseguida se verá, existe alguna referencia de hace más de siglo y medio.
LOS ANTECEDENTES
En 1846 casan a Isabel II, reina de España, con su primo Francisco de Asís de Borbón, acto que tuvo consecuencias calamitosas.
Ella comentó que durante la luna de miel su esposo iba a la cama con una bata provista de más bordados que la suya. Pronto se dijo que Francisco “no cumplía con sus deberes conyugales”. Y el pueblo español, siempre deliciosamente incisivo, lo apodó como “Paquita”, y hasta “Paquita Natilla”.
¿El resultado? Pues que por la alcoba regia transitaba más gente que por un andén ferrocarrilero. Lo mismo cantantes que escritores, pero con preferencia de los uniformados, que incluyeron desde el general Serrano (a quien ella llamaba “el general bonito”) hasta el capitán Arana (“el pollo Arana”).
Pero dejemos en paz el ajetreado lecho real, y vayamos a lo nuestro.
Josefina Fernanda de Borbón era hermana del rey consorte y, por tanto, infanta del reino.
Una mañana de 1847, en su faetón, recorría Madrid la infanta, cuando se derrumbó un andamio de un inmueble en construcción. Los caballos, aterrorizados por el estruendo, salieron en estampida.
La espantada infanta clamaba por su vida. Hasta que un fornido hombre, a puro brazo, se lanzó sobre los cuadrúpedos y logró detenerlos.
El salvador se acercó al coche y ella le extendió una mano, que él besó mientras la miraba con descaro de consumado galán.
Entonces, se oyó que uno de los espectadores gritaba: “¡Hay que saber que es bragado este cubano!”
De regreso a palacio, Josefina instruyó a su más confiable camarista, amante de un agente policial: “Quiero premiar al apuesto autor de mi rescate. Averiguad quién es, dónde vive, qué hace…”
Estaban servidas, en bandeja, las premisas de un sonado escándalo.
PERO, ¿QUIÉN ERA EL PERSONAJE?
José Lorenzo Buenaventura Güell y Renté, hijo de catalán, es bautizado el 14 de septiembre de 1818 en la parroquia del Espíritu Santo, en su natal San Cristóbal de La Habana.
Cursó el bachillerato en el habanero Seminario San Carlos y después se licenció en Derecho en Barcelona, donde fue condiscípulo de Carlos Manuel de Céspedes.
Ejerció intensamente el periodismo, sobre todo en la Península. Publicó docenas de libros –poesía, estudios históricos o jurídicos, biografías–, algunos de ellos escritos en francés. Fue traducido a esta lengua y al italiano.
Es bien conocida la fiereza de la cólera cuando anida en seres elementales. Y de Isabel II han dicho sus biógrafos que no lograba leer con rapidez, que de aritmética sólo sabía sumar (si los sumandos eran sencillos), que su ortografía era pésima, que odiaba la lectura y las reglas del comer civilizado, que en su persona se mezclaba la chabacanería con la ordinariez.
Es de imaginar, entonces, cómo enrojeció de ira aquel ente primario al enterarse del volcánico apasionamiento de la infanta por el cubano. A ella, la recluyó en el castillo de Valladolid. A él, lo persiguió con saña.
Y aquí viene este incidente, que parece una página arrancada de alguna novela romántica. Un día, la cautiva infanta paseaba por las inmediaciones del palacio-prisión. En un recodo del sendero esperaba Güell, emboscado con un amigo cura y dos testigos. Así, burlando a la escolta, se produjo la boda secreta.
Cuando el hecho se conoció, la energúmena Isabel despojó a Josefina Fernanda de su dignidad de infanta, para ser en lo sucesivo, simplemente, “la señora Güell”. A ambos los condenó a destierro. La pareja tendría dos vástagos, pero al final el matrimonio iba a naufragar, pues el cubano nunca renunció a su vocación enamoradiza.
Ah, pero dígase que Güell no sólo sufrió persecución por burlar los rígidos patrones cortesanos en materia de vínculos matrimoniales.
No. El cubano también fue reprimido por ser una figura protagónica en el ala más progresista de la política hispana.
Encabezó, en 1854, la sublevación de Valladolid. Elegido diputado a Cortes Constitucionales, allí expresa ser “hombre del pueblo, venido aquí para el pueblo y por el pueblo”.
Fue un luchador abolicionista. Su independentismo se evidenció cuando transcurría 1873 y coincide en París con Francisco Vicente Aguilera, a quien le manifiesta su anhelo de ver libre a Cuba. Batalló por proveer a la universidad habanera de una sede decente.
José Martí, de los senadores liberales por La Habana, sólo aprobaba a Labra y a Güell, pues eran “los demás, conservadores y esclavistas”. Y calificó a Güell como “brioso, y hombre de sano corazón y puros sentimientos”.
Murió en España, en 1884. Los restos, según su expresa voluntad, fueron trasladados a Cuba.
De manera que brilla, en nuestro pasado, el brillante escritor y periodista, lo mismo que el político alineado con el progreso.
Y el hombre apasionado que hizo enloquecer de amor a una infanta, hasta el punto de ser –él, un demócrata– cuñado del mismísimo rey.
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