Una vez, cierto famosísimo publicitario —medio en broma, medio en serio— declaró: “Nunca le vayan a decir a mi madrecita cuál es mi real profesión. A la pobre viejecilla la tengo engañada, haciéndole creer que trabajo como pianista en un burdel”.
Agréguese —tan sólo como un botón de muestra— que existió una campaña publicitaria según la cual había un método, infalible, para agrandar el pene. A los interesados en el portento, les bastaba con girar 50 dólares. Todo crédulo que lo hizo recibió a vuelta de correo… ¡una lupa! (Lo increíble del caso consiste en que los autores de la estafa publicitaria fueron llevados ante los tribunales y resultaron absueltos).
Por esos vericuetos de la manipulación publicitaria en torno a la voluntad del consumidor va a andar la croniquilla de hoy, que nos llevará hasta la Cuba de los 1950, cuando se libró ésa que han dado en llamar “la guerra cervecera”.
CHOQUE DE DOS SUPER-FIRMAS… Y EL MENEÍTO
Aunque con antecedentes desde el mundo antiguo, por aquellos días comenzaba a tomar auge mundial un fenómeno socioeconómico de consecuencias definitivas: la publicidad.
Irradiándose de su entorno neoyorquino —Madison Avenue, la “calle de los sueños”— por el universo se extendían las buenas o malas artes publicitarias. Y en Cuba el asunto tomó su cariz más agudo en la guerra que entablaron las firmas cerveceras.
Las hostilidades alcanzaron el clímax cuando Hatuey desató una campaña basada en un argumento al parece convincente: la cercanía geográfica. La firma acababa de completar su tríada productora, y fábricas suyas manaban a raudales la espumeante blonda en Santiago, Manacas y Cotorro.
El reclamo publicitario era elemental: “La Hatuey viaja menos desde la fábrica hasta sus labios”. Se exponían los efectos nocivos de una transportación prolongada. Y, sobre todo, se insistía en lo pernicioso que al líquido ambarino le resultaba el batuqueo, el meneo durante el traslado.
A la gente de la compañía Cristal le dio un soponcio. Convocaron de inmediato a sus publicitarios, quienes, tras exprimirse los sesos, hallaron la solución salvadora.
El contragolpe se basaba en una corista de abundosas carnes, con un mínimo de vestimenta, cuyo contonearse era prueba tangible de que no, de que el meneo no era dañino. ¡Cómo iba a serlo, con la salud que desbordaba aquella criatura!
El reclamo se completaba con una tonadita según la cual “Si no tiene meneíto, cerito. ¡El meneíto que tiene la Cristal!”.
Hasta ahí, todo santo y bueno. Pero aquella guerra sin cuartel iba a tornarse cada vez menos escrupulosa.
UN GOLPE BAJO
En el bar de aquel remoto pueblecito de Cuba, los parroquianos embutían níqueles y más níqueles en la vitrola, para que Panchito Rizet los aliviara —o los terminase de desbaratar— en cuanto a sus penas de amor.
Cuando al recinto entró un desconocido —hombre joven, apuesto, elegantemente vestido, portafolios en mano—, ya estaban montados todos los elementos para la inaudita puesta en escena.
El recién llegado tenía muy presente la última orden que les había impartido el ejecutivo de la firma cervecera: “¡Gánense la confianza de la gente!”. Por eso, muy pronto ya estaba pagando y aceptando tragos, en el medio de un coro de contertulios. “Ha llegado la hora de cumplir mi misión”, se dijo.
Con gesto conspirativo invitó a acercarse más a sus flamantes cofrades de barra. Y, adoptando un tono de confidencia, les susurró: “Caballeros, las cosas que se ven en este mundo. Ya hay como veinte o treinta muertos. Figúrense que las cervezas Hatuey y Cristal están dando unas diarreas… ¡que no se trancan ni con un tapón!”.
El protagonista de la anécdota había sido contratado —junto con otro centenar de jóvenes de aspecto distinguido— para esparcir por toda la Isla la falsa información. Los vistieron en la Sastrería Anatómica El Sol, les entregaron un vistoso portafolios —vacío— y recibieron el entrenamiento pertinente.
Fue una jugada de La Polar, firma menos poderosa entre las productoras de cervezas, algo así como el pariente pobre de la familia. Ellos estaban convencidos en cuanto al conocido lema de la publicidad: “Es moral todo lo que no nos lleve ante los tribunales”.
Y fue éste un episodio más —probablemente el menos escrupuloso— en la sucia y despiadada guerra cervecera de la Cuba de los 1950.
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