¿Por qué la Industria no enlata al Jazz?, me he preguntado varias veces, inmerso en ese infinito océano de sensaciones. Y no es que me preocupe que lo hagan, como temiese en la década del 40 el filósofo alemán Theodor Adorno. Las elites ya hicieron sus cálculos y no lo encontraron pertinente como herramienta de dominación, ni de amoldamiento.
Que no haya sucumbido a la “reproducción mecánica” se lo debemos a sus más fieles y consecuentes cultivadores, que no perdiera su esencia expresiva y lírica, un arte preponderantemente espontáneo en sus formas y manifestaciones. Lo salvaron de la estandarización “fordista”, por su aferrarse a la improvisación y a la liberación constante. Pues como aclaraba Julio Cortázar, “las sumisiones del jazzman carecen de la obligada servilidad del concertista clásico. Rechazan las reglas impuestas, se proyectan al mundo para armonizar ese universo aparentemente caótico, con esa pasión compartida por los sonidos del alma”.
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Según resaltó el historiador Eric Hobsbawm: “El jazz maduro (a partir del estilo bebop) no mostraba ningún interés por conquistar un público numeroso. Existía un implícito rechazo a la popularidad. Rechazar el éxito (excepto si éste se ajusta a las condiciones inflexibles que pone el artista) es una actitud característica de la vanguardia, y en el jazz, que siempre ha vivido del cliente que paga, las concesiones a la taquilla parecían especialmente peligrosas para el intérprete que aspiraba a la condición de artista”.
“El jazz no es solo música; es una forma de vida, una forma de ser, una forma de pensar”, defendía la diva del jazz y luchadora por los derechos civiles Nina Simone. Ella, con su espíritu libre y aventurero, componía letras eclécticas que no se sujetaban a ningún paradigma de la época, con los temas más urgentes de su gente y con una valoración filosófica de fondo. Más que canciones compartía estado de ánimos, con ese lenguaje de las emociones que es el jazz. "Te digo lo que es la libertad para mí: no tener miedo", afirmaba.
“Cuando nació el bebop era la voz de la América negra. Los estadounidenses negros exigían libertad y el jazz lo expresó mucho mejor que las palabras. Charlie Bird Parker tocaba Now’s the Time insistiendo en que había llegado el momento del cambio social. Charles Mingus compuso Fable of Faubus (1959) en respuesta al racismo de gobernador de Arkansas, Orval Faubus. John Coltrane grabó Alabama después de que cuatro muchachas negras muriesen al explotar una bomba en una iglesia de Birmingham. Cuando Martin Luther King inició su campaña a favor de los derechos civiles, toda la comunidad del jazz, blancos y negros, lo apoyó sin fisuras”. Así resumió la esencia emancipadora del jazz, su apasionado cultivador y activista de izquierda Gilad Atzmon.
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Otros géneros resultaron más maleables y más fáciles de enlatar. En contubernio con ciertos intérpretes más habidos en ser famosos” que en crear, convertidos, finalmente, en monigotes de la Industria, en los más efectivos instrumentos de las élites capitalistas para hacer dominantes ciertas racionalidades y narrativas. Como vitrinas andantes para producir consumidores, en su justa medida.
Como advirtió David Hesmondhalgh, la juventud mainstream está más inclinada a entrar y salir en la piscina de la música popular, que a sumergirse en ella. Lo importante es lucir la trusa, que hizo “valiosa” una celebridad prefabricada por las disqueras. Una figura y una marca que terminan siendo más valiosas que la propia música que socializan.
Pasa, como dice Herbie Hancock, que “la gente ya no se preocupa por la música misma, sino por quién hace la música. El público está más interesado en las celebridades y en cómo cierto artista es más famoso que la música”.
Entre los cinco grandes procesos, cual planteara Canclini, que definen la escena sociocultural actual está el pasaje del ciudadano como representante de una opinión pública al ciudadano como consumidor. Esto, junto a una redefinición del sentido de pertenencia, organizado cada vez menos por lealtades locales o nacionales y más por la participación en comunidades trasnacionales desterritorrializadas. Con el consumo de determinados objetos o marcas se emiten señales de distinción, o de pertenencia a una “aldea global”; el consumo ha adquirido nuevas funciones simbólicas. De tal modo, referentes tradicionales de identidad como el lenguaje, los bailes o los trajes típicos, son sustituidos por etiquetas y mensajes que colocan los sujetos en una órbita trasnacional, que los homogeniza. Como las músicas que re-producen en sus móviles.
Los jóvenes habaneros se parecen más a los de Miami que a los de Baracoa. El changuí o la rumba es cosa de viejos o de cheos, aunque se despeloten con los patrones sincopados que evolucionaron con estos géneros seculares.
No se opta por el cultivo de ciudadanos virtuosos sino por la producción y reproducción de consumidores autómatas. No se invierte en su (in)formación sino en su enajenación, no en la transculturación sino en la aculturación simplificadora y excluyente, en la banalización de las reales complejidades del mundo. La deriva es hacia las pieles, con sus marcas de lo aparentemente novedoso.
Se apuesta a la “popizacion” de todo, hasta de la sensibilidad. Se invade hasta lo preconsciente para que todos bailen al ritmo que imponen los mandamases del show business. Para viralizar los coros que propalan, para reproducir el tipo de sociedad que les interesa y conviene, la sociedad estructurada y estabilizada desde el valor de cambio. Para ello, hace falta una música más pegajosa y menos singular, más pop, enlatada.
Más del “Globo” que local, con “identidades corporativas” que como apuntó Naomi Klein, son “radicalmente individualistas y perpetuamente nuevas”, solo para ocultar que lo que están vendiendo es una sola cosa y la misma.
Hasta el mimo reggaetón, por arrastrar los signos de sus orígenes jamaicanos, panameños y boricuas. De ahí eso el abuso de la etiqueta “urbana” y la mayor promoción de su variantes “poperas”. Como bien señalara El Chombo en un polémico video en el que anunció el fin del género.
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