Entre Harris y Trump- para resumirlo en sus términos- lo que seda es una guerrita fake. El ogro agita la retórica de la “guerra cultural” tan solo para avivar el show electoral, como combustible incendiario del emotivismo imperante. Suelta improperios contra su contrincante, acusa a Kamala Harris de “marxista”, amenaza a los televidentes con que si ella gana convertirá a los Estados Unidos en una “Venezuela con esteroides”. No importan los hechos, sino lo que el receptor siente con lo que él le está diciendo, la postverdad.
Más cerca de una “guerra cultural” cual fuera fue acuñada en 1991 por el sociólogo James Davison Hunter, que a la histórica proyección de la lucha de clases en el campo cultural. Hunter se refería al conflicto ideológico entre progresistas y conservadores, a una disputa entre dos bandos con dos visiones distintas del mundo, de lo que es bueno y es malo, con posturas diferentes en relación a asuntos como el aborto, la tenencia de armas o la inmigración.
Aunque, como muchos estudios muestran, ambos partidos se hallan bien a la derecha de la población en tópicos importantes, tanto nacionales como internacionales. Ninguno de los dos partidos en disputa refleja la opinión pública, ni representa a la mayoría. “Podría argumentarse -ha reafirmado Noam Chomsky- que ningún partido que hable en defensa del pueblo resulta viable en una sociedad administrada por el mundo de los negocios con tal desusada amplitud”.
“Uno puede encontrar sitios en Internet donde cada partido expresa su opinión sobre diferentes temas. Pero la correlación de esas opiniones con la política a seguir no es espectacular. Y de todas maneras, lo que ingresa en las opciones de los votantes es lo que la campaña de cada candidato destaca, tal como saben muy bien los administradores de un partido”, ha sentenciado el politólogo.
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Tampoco es una contienda entre los valores de la Ilustración y la fe religiosa en la que según sostiene Hunter en un libro más reciente, "Democracia y solidaridad: sobre las raíces culturales de la crisis política de Estados Unidos", se formó la cultura estadounidense.
Martin Luther King Jr, para el académico de la Universidad de Virginia, fue un caso paradigmático en el que se integraba estas dos tradiciones. Pero, desafortunadamente, esta fructífera tensión cultural murió con el asesinato de King, el 4 de abril de 1968.
Ya a la altura de la década de los 80, se constaba que los estadounidenses habían perdido la fe en la Ilustración y en la Biblia, en la razón individual y en el pacto que la nación tiene con Dios. Según Hunter, sucumbía la cultura que durante mucho tiempo había mantenido unida a una nación diversa.
En 1981, en el famoso primer pasaje de su libro “Después de la virtud”, el filósofo Alasdair Macintyre argumentó que los estadounidenses habían heredado fragmentos de ideas morales, no un sistema moral coherente para dar forma a una vida comunitaria, y que el razonamiento moral, se había reducido al "emotivismo": Si te parece bien, hazlo. Y en 1987, en el best seller “El cierre de la mente estadounidense”, Allan Bloom argumentó que el relativismo moral se había convertido en el espíritu dominante de la época.
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Hunter habla entonces de un agotamiento cultural, pérdida de fe, un nihilismo creciente: la creencia en nada. Y en su opinión, la “política de identidad” fue la que llenó este vacío. Para las personas que sienten que están flotando en un vacío moral y social, esta historia proporciona un panorama moral: están los malos de allí y nosotros, los buenos, de aquí. Si nuestras creencias están definidas por nuestras identidades y no por la razón individual y la experiencia personal, no tiene sentido intentar participar en una democracia deliberativa. Sólo tienes que aplastar a los otros. La política se asume como una forma de guerra total, donde gana mi bando o el contrario. En una “tiradera” como las que se ven en el género urbano.
Sobre ese pantano de “relativismo moral”, y donde la razón se ha reducido al "emotivismo", ha navegado Trump, desde su cruzada primera frente a Hillary Clinton. Con una performática exagerada y declaraciones tan falsas y alocadas como la de que "Los inmigrantes se están comiendo a los perros y los gatos", pero que resuena con amplios sectores de la sociedad estadounidense.
Bajo esta “lógica”agónica, de pugna identitaria, fundamentó Azealia Banks su apoyo al magnate para las elecciones del 2016: “América es maligna igual que Donald Trump es maligno y para que América siga así le necesita. Solo porque Hilary Clinton y Bernie Sanders hayan dicho cosas buenas sobre las minorías no significa que las digan de verdad. Realmente quiero que Trump gane, Hillary ha sido acicalada para ser presidenta, es otro robot más del establishment”.
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Como en la actual contienda la británica M.I.A.; quien en 2017 cargaba contra la Administración Trump llamándolos "mentirosos patológicos" y ahora ha dado su bendición al rubio republicano: “Trump va a guiar a Estados Unidos a través de los próximos 4 años más difíciles, arrancando la hierba, y RFK heredará Estados Unidos cuando Dios esté listo para replantarlo y reconstruirlo como es debido". Puro relativismo y manipulación, del fervor religioso, como del relato trumpista de bueno contra malos.
Los de cada bando saben que la música puede resultar una herramienta muy eficaz para producir cambios en la conducta de los electores. Los persuasores, puestos al servicio de los contendientes, son expertos en manipular el estado de ánimo y el comportamiento de la gente, influyendo en su toma de decisiones políticas. Conocen que la música, al ser percibida por la parte del cerebro que recibe el estímulo de las sensaciones y los sentimientos, sin pasar por los centros cerebrales que involucran la razón y la inteligencia, puede ponerse en función del "emotivismo", para ganar votos centrados en cuestiones de representación y simbolismo.
- Consulte además: Música y celebridades en el show electoral estadounidense (II)
La “guerrita” que nos ocupa es una jugada de mercadotecnia, política y electoral. La narrativa belicista es parte del espectáculo, de una representación superficial. Como un mapa creíble sobre el mapa real, una confrontación donde “la sangre no llega al rio”; pues los ricos rojos y azules, voten por el partido republicano o demócrata, seguirán abrazados por las leyes del Mercado, como aliados de clase que son.
Observamos un sistema político con tips de Ilustración sobre una cultura post-Ilustración, irracional, sin brújulas. En la que puede ser atractivo el autoritarismo de Trump. O donde para una gran masa de electores pobres puede tener más peso, el género o los orígenes étnicos de Harris, que su origen o postura de clase. Esa es la realidad detrás del escenario.
Bajo los focos, una batalla retórica, entre dos modos distintos de vender un “cambio”, para que todo siga igual: los ricos cada vez más ricos, con más poder económico y cultural. Dos películas con el mismo final, la de Harris con una banda sonora y la de Trump con la suya.
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