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miércoles, 20 de noviembre de 2024

Y en Guáimaro ardió lo más alto y bello

Al igual que en Bayamo antes, los valientes pobladores de Guáimaro eligieron la libertad...

Bertha Caridad Mojena Milián en Exclusivo 10/05/2017
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Guáimaro
En Guáimaro nació aquella República en Armas que permitío por primera vez hablar de Constitución, de derechos, de elecciones, de la emancipación de la mujer, de caminos a seguir.

Guáimaro es un pueblo de leyendas, quizás algunas aún desconocidas. Los que lo habitan se sienten orgullosos de eso, las cuentan y creen en ellas, aunque no siempre la ciencia histórica les dé la razón en todas. En lo que sí creen, y a lo que sí van una y otra vez, es a sus raíces, a la identidad de un pueblo heroico, de carácter jovial y fuerte, preñados de un sentimiento de dignidad y orgullo patrio que han trascendido siglos y fronteras.

Dicen que debe su nombre a un árbol aborigen muy extendido por esa zona del Camagüey, tierra de estirpe guerrera y valentía arraigada desde las entrañas.

Como todo pueblito de la época colonial, allá por los inicios de la segunda mitad del siglo XIX, fungía como una villa tradicional: con su iglesia, una torre grande con reloj y algunos establecimientos para torcer tabaco y realizar otras labores manuales, a los que se unían las ferias comerciales, bailes, serenatas y festejos en general muy atrayentes, incluso para quienes no habitaban la localidad.

Pero Guáimaro encerraba algo más que eso. Su gente humilde y trabajadora dio cobija y apoyó la lucha de los mambises por la liberación de la patria desde aquella clarinada de 1868. Pocos hombres bastaría en un primer momento para que fuera tierra ocupada por cubanos independentistas en el propio mes de noviembre de ese año, y nombres como los hermanos Augusto y Napoleón Arango, Gregorio Benítez y Carlos Agüero García, entre otros, sentaran allí la semilla profunda de la lucha por libertad.

Allí nació también aquella República en Armas que poco después del alzamiento en la Demajagua permitió a los líderes del movimiento reunirse por primera vez, hablar de Constitución, de derechos, de elecciones, de la emancipación de la mujer, de caminos a seguir; aunque apenas se daban los primeros pasos para unificar un proceso revolucionario, una  lucha de siglos que tuvo allí sus orígenes.

Diría Martí años después, que eran momentos de “tierra brava”, de “feria de almas”, en los que ya el poblado y su gente eran noticia y centraba la atención de los mandos españoles, especialmente del tristemente célebre Conde de Balmaseda, quien no tardaría en aferrarse en retomar, y quién sabe, en destruir a aquella gente que solo defendía su esencia.

Aunque poco cuentan sobre esto los libros de historia, se dice que mientras las voces sobre la proximidad enemiga se corrían, el General Manuel de Quesada, uno de los más insignes jefes del Ejercito Mambí, indicó verificar la cercanía de los españoles y una vez confirmada dijo a otro gran guerrero de sus tropas: “Pondrán ustedes fuego al pueblo que se haya bajo su gobierno, de manera que no quede piedra sobre piedra”.

La orden era clara, y ante la completa destrucción de este poblado rebelde, no es difícil imaginar el dolor de sus hijos, a solo un mes de haberse sembrado allí la esencia de la nación. Pero nadie titubeó, todos cooperarían para dejar en llamas hasta las edificaciones más fuertes y modernas de entonces, hasta la Plaza, el telégrafo, la propia iglesia y ocho manzanas no tan urbanizadas por las que aún hoy se camina y se delimita con orgullo la magnitud del fuego.

Así lo describe nuestro José Martí en una de sus Obras Completas: “Ni las madres lloraron, ni los hombres vacilaron, ni el flojo corazón se puso a ver cómo caían los cedros y caobas. Con sus manos prendieron la corona de hogueras a la santa ciudad, y cuando cerró la noche, se reflejaba en el cielo el sacrificio. Ardía, rugía, silbaba el fuego grande y puro; en la casa de la Constitución ardía más alto y bello (…)”.

Ana Betancourt, aquella hija de ese pueblo, de estatura gigante y palabra ardiente, que apenas un mes antes había defendido el papel de la mujer en la lucha y en la sociedad, describiría años después su conmoción ante el recuerdo de las llamas en aquella noche terrible donde solo se oía el rumor de las puertas y los techos que caían devorados por el fuego. Ella, como todos los demás, había salido del pueblo aquel que había preferido ser cenizas y entregar ruinas antes que fortalezas.

Quien camina hoy por esas tierras camagüeyanas no puede imaginar, a simple vista, la magnitud de la osadía de sus pobladores en toda su dimensión, que cambió para siempre el curso de la historia. Ya habían escuchado de igual acto en Bayamo, del que se habla una y otra vez en aquel terruño cuna de la nacionalidad cubana. Pero fue el 10 de mayo de 1869 el día en que los hombres y mujeres de Guáimaro decidieron ir más allá, y ser desde entonces verdaderamente libres.

Para ellos, y a pesar del dolor, no eran las cosas materiales, las puertas y paredes, lo que les permitía ser nobles y honrados, valientes y defensores de una vida verdaderamente digna, sino la capacidad que tuvieran para decidir ellos su camino, su futuro y construirlo por encima de cualquier opresión impuesta desde afuera, desde la ignominia.

Aquellos hechos quedaron para siempre sembrados en muchas generaciones de esa tierra camagüeyana, que seguramente hoy, estarán rindiendo tributo a aquel pueblo guerrero, orgullosos de sus orígenes, porque de lo contrario, empezarían a olvidarse de sí mismos.

Años después nos diría ese grande de bronce, Antonio Maceo, que el que intentase apoderarse de Cuba solo recogería el polvo de su suelo anegado en sangre si no perecía en la lucha. Y ese líder de siempre, nombrado Fidel Castro, que hoy nos guía el camino, sentenció también que esta isla primero se hundiría en el mar, antes que consintamos en ser esclavos de nadie.

No hay opción posible. Volvamos a Bayamo y a Guáimaro cada vez que sea menester, a tantos rincones de esta tierra de gente sencilla y de grandes hazañas que nos reafirman una y otra vez la luz a seguir, aunque parezcan historias de leyendas. Pero en ellas se erige lo más alto y bello: la dignidad humana, la patria.


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Bertha Caridad Mojena Milián

Joven periodista. Pinareña hasta la médula. Amante de la paz y de la risa.

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assazel
 20/1/22 19:54

me encanta la exprecividad con la que escribes

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