Todavía no amanece y, desde el patio de atrás, llegan voces difuminadas. Las siluetas, borrosas, todas pardas, en el intento de prender los trozos de carbón. El cerdo, completamente abierto y amarrado a una parrilla metálica, está condimentado desde ayer y, dentro de poco, será colocado al lento cocido que prometen las primeras chispas. Chasquea la tapa de una botella, suena un leve chorro y, uno de esos que andan por allá, recuerda, en un susurro cómplice, que ese va para los santos.
Los niños no tardan más que el sol en aparecer. El horno de carbón resulta el epicentro del día y ellos, los niños, corren en torno a él. Luego se alejan un poco, después vuelven y, en cada ir y venir, intentan decidir cuál de todos se llevará la cola del animal. El viejo que cuida el asado ya va planificando qué oreja será el premio del que pierda, para que todos ganen. Estos son días de ganar y nada más.
Otra casa, más al centro de la ciudad, también tiene su 31. Aquí no hay patio de atrás ni tanta gente como para asar todo un cerdo. Por eso, mamá y papá estuvieron aguantando desde principios del mes para hoy poder cocinar la paleta o el pernil; lo importante de este día es comer agún pedazo de lechón y estar todos juntos.
El mayor de los niños corre a casa del vecino que, hace unos días, hace el favor de guardar en su frízer el pedazo de cerdo. Cuando regrese, comenzarán a sacarle los bistecs; compraron un pedazo de pellejo que convertirán en chicharrones o empellas… lo que dé, lo que salga.
***
La música está. Los niños ya se aburrieron de rondar el cerdo y se fueron por ahí, más lejos; tardarán otro poco en regresar. Los grandes, con los ya no tan niños que se creen grandes, hacen los cuentos, sus cuentos, los mismos cuentos de cada año, contados de idéntica forma y que, nadie sabe por qué, todos se empeñan en seguir escuchando y exigiendo: "¡fulano! dile cómo fue aquello".
A los casi grandes le regalan una cerveza, una cerveza que beberán despacio para que no se acabe y que mantendrán siempre a la vista; se debe saber que pasaron de nivel y ya no están para corretear; ahora la cuestión va más hacia tomar lo que los viejos y aprender de sus formas de decir porque se necesita garantizar los cuentos del futuro.
La primera ronda de buñuelos está frita. Abren el refrigerador y sacan el dulce de naranja; quien lo hizo obliga a todos a que lo prueben y así, de paso, alardea de que no le salió el agrio ni un poquito. Preparan varios platos con ambos dulces y se lo llevan a los que, conscientes de lo que tarda en asar el puerco, siguen con sus cuentos. Luego regresan a la cocina donde habrá que freír más buñuelos y donde, también, se levantan otra especie de historias. Los roles de género, al parecer, aquí están “bien” definidos.
Los niños consiguieron un dominó de los de doble seis e invitan a un “socio” para que pruebe en el almuerzo la yuca y el buñuelo que mamá compró y logró ir adelantando. Ahora van para la casa de otro niño del barrio que tiene música nueva, de la que se usa, y bailarán hasta que se aburran o aparezca algo diferente que hacer.
Cuando el mayor, más difícil de entretener que el resto, abandone la pandilla, papá dejará que moje el dedo en su vaso de ron y así sentirá que ya tiene a un hombrecito dentro de la casa. Después lo enviará a donde mamá para que le mande un tazoncito con dulce de fruta bomba; este año se ha ido rápido pero le ha sacado el zumo; él también merece un poco de azúcar, pensará. Para ella tal vez haya sido más difícil, pero se calla y continúa en sus horas extras de trabajo no remunerado.
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Rayan las tres o cuatro de la tarde y el punto de reunión se corre hacia la mesa. Como el lechón está listo, empiezan a servir el plato que hará de almuerzo y comida. Los niños van de primeros. Luego, hombres y mujeres se sientan en la misma mesa y empatan los cuentos de la cocina con los del horno de carbón.
La noche cae. El gran grupo de la mesa de divide nuevamente, ahora con una mixtura que ignora géneros y edades. Algunos empiezan a preparar un muñeco grande, con trapos viejos y lo que aparezca. Eligen un reloj que marcará el ritmo del conteo regresivo que, al llegar a cero, hará que los presentes detonen en gritos, besos, abrazos y deseos en voz baja.... El cielo se rompe en fuegos artificiales o bengalas que nadie sabe de dónde salen pero siempre llegan.
Casi al unísono, el gran muñeco prende en llamas y la gente se sorprende, porque el fuego es cosa que impresiona y, además, ver cómo de las cenizas de un año nace otro, inspira.
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Más al centro de la ciudad, los niños fueron recogidos. Los bistecs emanan un suave aroma y, aunque en la casa nadie profesa religión alguna, siempre alguien dice unas palabras cargadas de fe y apuesta, en voz alta para que los niños escuchen, porque la familia siga unida y a la buena salud no le dé por escaparse; lo demás, saben, se resuelve por el camino.
Se acuestan temprano porque el año nuevo no tiene más mística que la que cada quien le pone y no se puede estar bobeando con el último y el primer segundo… y el mayor de los niños se queda en la sala, solo, mirando fijamente los últimos tacs del reloj.
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