El ritmo de la historia lo marcan los sucesos violentos. La historia del mundo es, básicamente, la historia de nuestras violencias. Violentas las guerras, violentas las crisis económicas, las sanitarias, violentos los desastres naturales, violenta la conquista y más violenta aún la independencia, violentas las migraciones.
Migrar es un acto tan antiguo y violento como la más ancestral y bruta bronca entre dos tribus; como la más cruda de las sequías o las plagas.
Migrar… violento como quemar naves, como afrontar el reto de no volver a ver; violento porque, desde que el mundo es mundo, solo unos pocos han podido hacerlo en la primera clase del avión, o en el lujoso camarote del barco o en el cálido lomo de la bestia.
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Migrar ha sido siempre un acto de sacrificio, bien lo sabemos nosotros, bisnietos de polizones. El violento sacrificio… siempre violento; porque no hay nada de paz en no saber lo que vendrá mañana, en jugársela a diario para garantizar un día más, en un sitio con nuevas reglas, ajenas normas que alguien se inventó para que el último que llegue como tal la pase.
No hay fiebre más delirante que la del extranjero, ese que ya perdió los pasajes del regreso y perdió madre, padre y tierra.
Por eso, sin sacralizarle, hay que respetar al que emigra, porque tiene la misma cara de susto y el mismo pecho fantasioso que tus abuelos cuando aquí llegaron. A unos les irá mejor, a otros simplemente les irá, mientras que otros tantos ni siquiera tendrán esa suerte… porque los caminos del migrante no son menos violentos que la historia de la humanidad toda y el ser humano, a estas alturas quién lo niega, es como un frágil vidrio que con el viento se rompe.
Desde hace muchos años, los cubanos hemos tenido que escuchar bien pegado al oído las melodías agridulces del migrante y todo parece indicar que lo seguiremos haciendo.
El éxodo es una de los costos que hay que pagar por el subdesarrollo.
A los países del tercer mundo se les culpa por serlo. Los saqueadores profesionales –con siglos de experiencia en la piratería– nos culpan de no tener oro después de robárnoslo y respaldar con él la supremacía de sus billetes numerados.
Encima de lo que nos toca, como quien dice, por la libreta (las relaciones de dominación exigen que alguien esté abajo), a Cuba se la ponen más difícil con restricciones comerciales y financieras absurdas y obstaculizando el orgánico ritmo de operaciones migratorias legales.
En cualquier caso… no son los italianos ni los franceses ni los españoles los que mueren intentando cruzar el Mediterráneo para llegar a las «tierras prometidas» del África, ni son los estadounidenses quienes perecen en medio del estrecho del Golfo para arribar al «buen vivir» del Caribe o cruzando las selvas o burlando muros y francotiradores.
En cualquier caso, no es que los gobernantes del primer mundo sean más inteligentes y honrados que los del tercero. Ese cuento es más largo.
La historia, día a día, avanza con su violento ritmo y lo peor es que estamos tan acostumbrados que ni nos damos cuenta y hasta bailamos con él.
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