Todavía recuerdo a Teresa, la enfermera. Si algo la distinguía es la pasión por lo que hacía, la profesionalidad y el humanismo que la acompañó. Siempre trató de llegar a su trabajo antes de las ocho de la mañana, aun cuando para ese empeño tuviera que sortear no pocos obstáculos. Pero como ella mismo dijo en más de una ocasión “estar allí, en ese hogar que es el consultorio del médico y la enfermera de la familia, era asegurar buena salud y amor en sus pacientes”.
Teresa fue de las que curó las caídas y no pocos tropezones que este redactor y sus amigos del barrio se dieron desde niño, y por si fuera poco siempre estuvo presente para calmar esas fiebres o molestias callejeras que nuestras madres aseguraban que no eran normales. Solo con llegar hasta el consultorio, incluso en horas de la noche, ella estaba dispuesta a recibir y atender. Era como si en ese segundo “volviera a nacer”.
Y cuando le tocó irse a La Paila, un asentamiento poblacional ubicado el consejo popular Ciro Redondo, en medio de las montañas de San Cristóbal, no flaqueó. Se fue con la pasión y los deseos de hacer el bien a cuantos lo necesitaban. Daba gusto verla montarse en aquel camión —que muchas veces se detenía para coger aliento y seguir loma arriba— por lo empinado y pedregoso del camino. Sin embargo Teresa iba más airosa que los propios vecinos del lugar, iba “a regalarse todos sus saberes y afectos”.
En ese sitio estuvo gran parte de su vida y formó hasta su familia, porque llevaba en la “sangre el preocuparme por los demás, el atenderlos, cuidarlos, devolverle energías y hasta la vida cuando estaban en una situación alarmante”. Opinaba que “vivir entre las montañas, convivir con sus habitantes, ser la persona que los orienta, los alivia o los cura, es una experiencia que agradezco. Cualquiera sabe que puede tocar la puerta de mi casa cuando lo necesite”.
El trabajo en el terreno es fundamental, y ella lo sabía al dedillo. Por eso no descuidó sus responsabilidades ni se dejaba vencer por el cansancio. Allí mantuvo en cero la mortalidad infantil y materna. No solo la gente que vivía en La Paila expresaba que su consultorio era la puerta de entrada suya, de la familia y de toda la comunidad al sistema de Salud. “No descuidaba ni un segundo a sus pacientes y esa es la causa de la aceptación que tenía entre la población”, me señaló alguien alguna vez.
Nombres como el de Teresa no podía faltar en esta celebración del Día Internacional de la Enfermería, donde más que un recuerdo melancólico, está la sonrisa de la seño, su inteligencia, modestia y sinceridad desmedida. Anécdotas sobre sus estudios en los primeros años de la Revolución, la decisión por la enfermería y la primera vez que estuvo frente a un grupo de pacientes, confluyeron desde la memoria de quien siempre llegaba al consultorio con ansias de salvar vidas.
¿Cuántas historias como las de ella no viven cada día las enfermeras y enfermeros cubanos dentro y fuera del país? No solo en los consultorios, sino en policlínicos, hospitales, en los centros de diagnósticos integrales o en otros centros asistenciales. Si todos los representantes del equipo médico, por ejemplo, tienen responsabilidades en la evolución satisfactoria del paciente, el enfermero es vital pues lo acompaña por más tiempo; se encarga de su preparación psicológica y le asiste en los horarios de curación, sueño y alimentación.
Hay más… que Cuba pueda exhibir actualmente —entre otros muchos indicadores de salud similares a los de países desarrollados— una tasa de mortalidad infantil de 4,3 por cada mil nacidos vivos, y una expectativa de vida promedio de casi 80 años es fruto del trabajo consagrado de los profesionales de la salud en las comunidades, en especial de quienes ejercen la enfermería.
Por eso resulta necesario promover su capacitación para aumentar la calidad en los servicios y disminuir los riesgos de mal praxis. Ello siempre lo supo Teresa y como ella son muchos los que saben también que la enfermería es una profesión que necesita de los sentimientos, la sensibilidad, la entrega, el compromiso… Quienes la practican guardarán con infinito agrado el recuerdo de esos encuentros en que los pacientes y sus familiares les preguntan: “¿Seño, usted no se acuerda de mí?, Gracias por cuidarme, por salvarme”.
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