Hace unos días, una profesora a la que admiro y respeto me llamó con una mezcla entre apuro y misterio: “Mi niño, necesito un gran favor tuyo, me hace falta que consigas dos pasaportes”.
El domingo anterior yo había degustado un “Tras la huella” en el que capturaban una red de traficantes de personas y falsificadores de documentos, precisamente de viaje, por lo que, durante los primeros dos segundos permanecí paralizado ante una presunta oferta criminal.
Por suerte dilucidé rápido el contexto: Diciembre + más gente inteligente y probadamente seria + búsqueda alocada de pasaportes… la ecuación no podía fallar: Festival de Cine. “Claro profe, cómo que no. Déjeme eso”, respondí.
Pero, más allá del fatídico doble sentido del nombre de las entradas, los días de Festival destapan espacios en los que aparece –de forma multiplicada, hay que aclarar– un personaje en demasía teorizado por plumas expertas como Héctor Zumbado o Alejo Carpentier. Se trata de nuestro amigo… el snob.
Te lo –o la– encuentras en la facultad, la parada, en algún recodo del trabajo o desandando cualquier calle carácter céntrico, como bien pudiera ser 23.
Con cierto tono pasteloso, desenfadado, pensativo e irónico, lo escuchas emplear frases como “el vestuario tenía una evidente anacronía con la banda sonora y el espacio” o “el guion presentó problemas de giro, no sé si me entiendes, casi lo logra… pero, le faltó algo de dramaturgia; es complicado”.
Otro comportamiento clásico entre los seres de marras es el de mentar a directores, actores, guionistas y hasta luminotécnicos que se encuentren en boga. El fenómeno llega a su grado máximo de esplendor cuando en vez del nombre completo se refieren a ellos por uno de sus apellidos, su nombre solo –aunque sea tan común como “José”– o peor, mediante diminutivos. He aquí una clara evidencia de cercanía e, incluso, afecto.
Escuchamos casi sin querer, cuatro veces por noche, una cronología dramatizada, en detalles mayores, menores y medianos, de la vida de cualquiera de estas personalidades, por lo que podemos verificar, al menos de manera empírica, que la sacra Wikipedia tiene efectos reales e inmediatos en la sociedad (nadie lo dude).
También están las comparaciones entre películas, sin importar que unas sean de contenido semiótico-plus-cuan-metatrancoso-canaludo y otras de un enorme corazón color fresa metálico, como los almendrones de la Habana Vieja, tenazmente dedicados al traslado de yumas.
Y dicen: “estuvo genial, sobre todo la fotografía con esos tonos sepia que se alternaban en momentos neurálgicos con bruscos golpes de colores fuertes. ¿Ves? Eso le faltó a la de ayer: habrá sido de acción y lenguaje de adultos, pero la fotografía… nada que ver con esta. Le faltó, te digo que le faltó”.
Hay quienes, defraudados por el continuo reinventarse de las industrias culturales, pesimistas, salen del cine moviendo la cabeza hacia los costados y solo atinan a decir: “Todo es comercial; el mercado se los está comiendo por las patas”.
Pero no crucifiquemos al fenómeno. De seguro ya se dieron cuenta de que todos somos, en algún punto, un poco o bastante snobs (“esnoboides” diría Zumbado). Por eso, tenemos que defendernos de alguna manera para seguir por ahí, como si nada, haciéndonos los críticos sabrosos.
Yo me busqué a Carpentier. Alejo –vean cómo lo llamo– publicó el 12 de julio de 1954 un artículo denominado “Apología del snob” en el periódico venezolano El Nacional.
Después de esclarecer que el término viene de las altas clases en su intento confeso de despreciar a quienes “se esfuerzan por alzarse hasta un nivel superior al de su nacimiento, adoptando costumbres, modos de vivir, manera urbanas, que se equiparan con los de la nobleza”, el escritor arremete contra los detractores, que no eran más que una especie de snobs categorizados, con narices más empinadas de lo común.
Ejemplifica que, “evidentemente”, no eran snobs los “directores de La Ilustración de París que esperaron treinta años antes de atreverse a reproducir un cuadro cubista en las páginas de su revista” y agrega que la actitud snobista resulta más “constructiva” que la de quienes esperan años a que la opinión general consagre a un artista antes de pronunciarse a su favor.
Dice más: “fueron snobs los primeros lectores de Joyce, y snobs también los que no silbaron a Stravinsky la noche del estreno de La consagración de la primavera”.
Sin ser un mérito, la esnobicidad no parece motivo de vergüenza y, podríamos afirmar, sí un germen del debate. Recuerdo las madrugadas que pasé discutiendo con mi socio Alain –uno de los mayores y mejores snobs que conozco– sobre cosas de las cuales no teníamos un conocimiento para nada profundo, como arquitectura, música, literatura, teatro y, por supuesto, cine. Al menos, aprendimos lo poco que sabía el otro.
Por ello, regresando al Festival, aprovechemos para hablar mal y bien de cuanto nos plazca, vestir camisas extravagantes con bufandas moradas, boinas bolcheviques y hasta sombreros de cuero. Y quede claro que no insto a plagiar actitudes ni a la imitación barata, solo digo que al que le guste… que sea feliz.
JD
8/12/19 18:09
Me disculpa pero no estoy de acuerdo. El snob es el que hace algo pensando en que los demas lo ven bien. El que se pone una gorra "bolchevique" para lucir intelectual, el que va al ballet o anda con un libro de Dostoievski para que todos lo vean. Y tambien el que desprecia a VanVan porque no es "culto", aunque en el fondo le guste. Son ejemplos, la idea es que una cosa es un intelectual verdadero, que sabe reconocer lo bueno aunque sea novedoso, y el que solo lo aparenta. Un saludo a todos
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