Unos ojos miran a Santiago de Cuba desde lo más intrincado de la serranía, unos ojos que no creen en temores ni desesperanzas, sino en sueños tan altos como las palmas que los rodean, unos ojos color de cielo que son la vida en la comunidad Los Maizales en el Segundo Frente santiaguero.
Temprano en la mañana se visten con el azul de la bandera para desandar los estrechos senderos hacia la escuelita primaria Alex Urquiola Marrero, saludando a todos los que encuentran a su paso. El brillo que destellan se inclina ante la brisa que despeina sus tupidas pestañas en un parpadear constante por descubrir los más pequeños detalles del camino. A su paso, el río, el cafetal, los naranjos invitan al descanso aún al despuntar el día.
Ya en el aula esos mismos ojitos soñadores sobresalen por inquietos: todo lo buscan y preguntan, todo lo captan con habilidad milimétrica. Lo saben las gastadas páginas del libro de lectura, las cuentas en la libreta de matemáticas, el cuaderno con el relato de las hazañas que tuvieron lugar en esos mismos parajes, la pequeña hoja que convierte en cohete volador durante el recreo para alcanzar las nubes.
Afuera del pequeño local multigrado donde estudian 32 alumnos hasta el sexto grado, los colores son más vívidos y el aire puro ilumina la más triste mirada. Desde allí, el azul de sus ojos sigue con impaciencia el vaivén de las hojas de la majagua que les regala su sombra, la carrera de obstáculos de las mariposas, la vida que nace y crece alrededor de su escuelita.
Espejos del alma de una pequeña que recién cursa el tercer grado, también reflejan el sentir de los 366 habitantes de aquella serrana comunidad agrícola rodeada de esbeltas palmas y frondosos cafetales, de cargados cocoteros y olorosos árboles de limas y naranjas.
Briosos como los caballos que tantas veces utilizan como medio de transporte, transparentes como las aguas del río que alivia la escasez de agua en la zona e incansables como los brazos de los hombres y mujeres de la Cooperativa de Producción Agropecuaria Congreso Campesino en Armas que cada día sacan el mayor provecho a la fértil tierra, son también sus ojos.
Me dice que se llama Berenice, una tarde donde el añil de sus ojos sobresale entre la gente, fulgura ante los rayos de un sol santiaguero que no desea perderse en el horizonte vespertino. Lo hace escudriñando cada detalle de mi persona. Ante su limpia mirada, quienes acabamos de llegar ataviados de cámaras fotográficas, grabadoras y agendas somos extraños, pero no tarda en regalarnos una tímida sonrisa y enamorarnos con su mirada.
Hechizados por aquel azul recorremos cada palmo del caserío, cada espacio del centro docente, cada flor plantada ante el busto del Maestro. Es también su mirada la que invita a disfrutar en la plazoleta del barrio los partidos de fútbol y pelota que protagonizan al unísono jóvenes y adultos, mientras los más pequeños empinan papalotes artesanales y juguetean con sus mascotas.
Varios días han pasado desde nuestra visita, desde que nos descubrió el pequeño mundo que edifica cada día entre tanta naturaleza. La distancia ha comenzado a volver fugaces algunos detalles, pero nadie olvida —parece imposible— que allí, a cientos de kilómetros de La Habana, vive, estudia y es feliz una pequeña con ojos color de cielo.
Claudia Peralta Mantilla.
22/1/18 10:47
Me parece que es una interesante historia de una niña cubana con ojos color cieloº
Términos y condiciones
Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social. Recomendamos brevedad en sus planteamientos.