La guagua de color azul fuerte se detiene en la parada del Parque del Curita. La primera del itinerario Habana-Santiago de las Vegas. Un rústico pedazo de cartón donde rotularon a mano: P-12, indica la ruta. El ómnibus es de los convencionales, no de los articulados que suelen cubrir este viaje.
Durante el rato precedente se ha armado la cola. No es corta, pero tampoco demasiado larga. Por lo menos no dobla en la esquina, como es normal a esa hora, sobre todo en días laborables. Es viernes. Aun así, apenas el bus se arrima y abre sus puertas, los presentes se lanzan al abordaje, con la precipitación de costumbre, desesperados, como si en vez de decenas hubiera un millón y fuera justificado pasar por arriba de cualquiera. Como si temieran no clasificar en este viaje.
Son las ocho de la mañana y llama la atención que desde temprano la gente ya esté tan agitada, estresada, irascible. Hay quien anda como con un chip de exacerbación incorporado; y peor aún, siempre activado.
Con todas las personas de la cola a bordo, el chofer considera que la cantidad no satisface todavía sus intereses. Sigue viendo espacios disponibles. En honor a la verdad, aun cuando uno vaya en estilo flamenco (en un pie) o apretujado al nivel de la promiscuidad, ellos siempre encuentran el “carro vacío”.
Entonces decide esperar “un cinco”. Probablemente, más que para dar chance a algunos retrasados, por la (auto) complacencia de recibir más monedas.
Quién sabe si para ganar tiempo o entretenerse, el chofer empieza a liar billetes en rollitos de distintas sumas y a clavarlos en un filo de la ventanilla, al alcance de su mano izquierda, organizadamente, para luego dar vueltos de manera más ágil. Concentrado en esa labor no se inmuta ante los pedidos de que ponga en marcha el medio de transporte —que aunque no lo parezca, presta un servicio público— porque los minutos corren y el calor incomoda.
Repentinamente, se arma la pelotera entre el chofer y un grupito que acaba de subir. ¿El problema? Uno habitual: el abono del pasaje. Deber social, según advierte una pegatina publicitaria al interior del bus. Él acusa que en la alcancía echaron apenas 60 centavos como por seis personas. Una de las mujeres del grupo le refuta que depositaron 1.60, tal como corresponde, porque ellos son cuatro.
Se ponen caras feas. Hay ofuscaciones de lado y lado. La discusión sube de tono. El escándalo pone en alerta a todos los usuarios de la guagua. El ambiente está caliente.
El chofer los ofende de palabra y vocifera que debieron depositarle el dinero en la mano. La mujer, de mediana edad, que asume la defensa de los ofendidos, le echa en cara que ellos “nunca dan vuelto cuando uno entrega un peso; que es cosa de todos los días, porque en ningún lugar hay menudo blanco. O por lo menos eso dicen. Quizás porque va a parar a bolsillos oscuros”.
Herido en su ego, el chofer se toma el trabajo de levantarse, con un ademán pide a quienes se interponen entre él y la señora que se hagan a un lado, quiere arrostrarla: “¡Dejen que ella vea!”. Y exhibe un fajo de billetes que ha sacado del bolsillo. “Mire… mire pa´ acá… aquí sí hay”.
“¿Y qué haces con eso en la mano, si no tienes establecido tocar el dinero? Eso debiera estar en la alcancía”. Lo emplaza ella. Sin avergonzarse, él refuta que es para dar vuelto, que “sí estoy autorizado. Además, en ningún lugar dice que hay que dar vuelto”. Se contradice el transportista estatal a oídos de todos. Aflora, en definitiva, lo turbio.
Luego del reclamo colectivo para restablecer la calma, el conductor vuelve a sentarse al timón y la guagua, que ha permanecido detenida en la parada durante todo el lamentable espectáculo, se mueve al fin.
Sin embargo, el ego herido de la mujer sigue ardiendo, continúa mascullando opiniones iracundas. El chofer no se queda atrás. Ambos les hablan a los más próximos, a cualquiera, como para convencerlos de la justeza de sus criterios y sumarlos a sus respectivas causas. Reiteran ideas, acusaciones, insultos.
Parece cuestión de una ecuación social simple: violencia se contesta con violencia al cuadrado. Peor aún si el irrespeto entre dos salpica los tímpanos ajenos, viola las fronteras del respeto al prójimo, menoscaba la tranquilidad ciudadana.
Un refrán callejero afirma que el peso no tiene vuelto. De sobra se sabe que la moneda nacional ha visto pasar sus mejores galas en cuanto a poder adquisitivo. Incidentes como este, vivido en una guagua capitalina, prueban que en nuestra realidad hasta los centavos tienen su peso en la economía individual. Es cierto que corren tiempos complejos para bolsillos corrientes, por eso la mayoría lucha hasta el último kilo que le ha costado sudar la gota gruesa. No obstante, este tipo de suceso —penosamente tendiente a volverse cotidiano— cobra otro precio, uno tal vez más elevado: la degradación de los valores cubanos, de la moral, del civismo.
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